Sin Retorno

106. Golpe de Gracia

Mediaba octubre y la primavera recién lograba imponerse en la Patagonia, tras una larga querella de desalojo con el invierno. Silvia ayudaba a Miyén a corregir su última historia cuando vibró su teléfono. Los dos alzaron la vista hacia el reloj de la cocina. ¿Quién le escribiría un miércoles a la una de la mañana?

—Esperemos que no haya pasado nada malo —murmuró tomando su teléfono—. Por suerte Tobías está en su pieza durmiendo.

—Siempre tan optimista —se mofó Miyén, aunque se le borró la sonrisa al advertir la expresión de Silvia—. ¿Qué pasó?

Ella lo enfrentó muy seria. —Jim actualizó el blog, y sea lo que sea, lo voy a ver ahora. Te aviso por si querés ir al baño o algo así.

Miyén se incorporó resoplando. —Sí, buena idea. Voy a tu cuarto a leer. Avisame cuando termines.

Silvia esperó a quedarse sola para buscar su tablet y abrir el Hey, Jay! La sorprendió encontrar dos publicaciones en lugar de una. Aquello era inusual. Jim había subido un poema y un video privado. Se puso los auriculares y vaciló. Decidió comenzar por el poema. El título bastó para hacerla encender un cigarrillo.

El Corazón de la Tempestad

Tú y yo
Somos una tempestad desatada
Y yo soy quien te sostiene
Veamos juntos cómo se derrumba
El mundo tal como lo conocías.

No es el cielo o el infierno
No es ahora o nunca
Toma mi mano
Somos tú y yo.

En el corazón de la tempestad
Tú estabas a mi lado
Resistíamos, nos sosteníamos
Seca tus lágrimas
Deja que el caos lo destruya todo
Menos a nosotros.

Mírame a los ojos
Resigna todo control
Aquí estoy
Con mi mano tendida
Esperando que regreses.

Silvia se cubrió la boca para ahogar una exclamación.

Era la primera vez que Jim le enviaba un escrito que hablara tan abiertamente de sus sentimientos, aludiéndola directamente. Jamás habría imaginado que lo haría, no cinco meses después, y menos aún para expresar algo así.

Con el tumulto que se agitaba en su cabeza y su corazón, reprodujo el video sin darse cuenta hasta que oyó las voces en inglés.

Estaba filmado en una amplia habitación insonorizada que se veía como una sala de ensayos montada en un garaje o un ático amplio. La cámara estaba fija, estática, y mostraba una batería enorme que sólo podía pertenecer a Sean Robinson, un par de teclados, dos guitarras eléctricas y un bajo en sus soportes individuales frente al bombo, listos para ser usados.

El resto de la banda apareció para colgarse sus instrumentos o sentarse tras ellos. Y mientras se preparaban para tocar, empezaron a aparecer breves tomas de Jim de pie junto a una ventana, la guitarra ya colgada en su hombro, hablando como si respondiera preguntas.

—La escribí en Chile, unos días antes de volver a casa —decía.

En la sala, Tom dejó de afinar su bajo para saludar a la cámara con una gran sonrisa.

—No es la canción que hubiera querido grabar hoy, pero estos bastardos se niegan a tocar la otra.

En la sala, Sean se incorporó a medias, lo necesario para señalar hacia un lado con sus palillos. —¡Claro que no! ¡Es demasiado cursi!

Silvia rió por lo bajo al ver la forma en que Jim alzaba las cejas.

Tom, Liam y Walt se volvieron hacia el mismo lado.

—¿Vamos a grabar o no? —preguntó Walt.

Jim se apartó de la ventana como para reunirse con ellos, pero se detuvo y enfrentó la cámara con una sonrisa vaga, un poco triste.

—Al menos podré enviarte ésta, y la letra de la que no quieren tocar. Espero que te gusten, porque son tuyas.

Los cortes terminaron y la cámara fija mostró que Jim volvía para ubicarse frente a su micrófono, en el centro de la escena. La cara de Jo llenó la imagen con una de esas sonrisas suyas, dulces y radiantes.

—¡Hola, amiga! ¡Espero que te guste el video! —exclamó.

Su cara desapareció para mostrar a Jim probando que su micrófono estuviera funcionando.  Entonces alzó la vista hacia la cámara y Silvia se estremeció, porque parecía estar mirándola a los ojos. Tras él, Sean contó con sus palillos.

Silvia se retrepó en su silla. Era uno de esos principios que le daban ganas de echarse a correr, todos los instrumentos juntos con esa energía que era el sello distintivo de No Return.

Tuvo suerte de poder apreciar todo eso antes que Jim comenzara a cantar, porque a partir de ese momento sólo pudo prestarle atención a él. Ya nunca volvería a escuchar aquella canción como en esos primeros momentos en los que aún no conocía la letra, que Jim cantó con sus ojos temibles fijos en ella a través de la cámara.




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