Sin Retorno

112. Un Cigarrillo en la Lluvia

De acuerdo a las tradiciones más arraigadas de la cultura barilochense, el autobús que debían tomar Silvia y Claudia para llegar a horario no pasó. Eso las obligó a esperar otros veinte minutos en aquel cruel combo patagónico de lluvia-viento-frío hasta que llegó el autobús siguiente, repleto como era de esperar y con tanta prisa por llegar al centro como una tortuga asmática.

Cuando al fin se bajaron en la esquina del hotel de Jim, llevaban casi una hora de retraso. Se ajustaron las capuchas de sus chaquetas y se inclinaron hacia adelante, contra el viento, para subir por la callecita del bar.

Claudia se detuvo bruscamente a mitad de camino, la bolsa con el pastel en precario equilibrio sobre sus manos enguantadas.

—¡Las velitas! —exclamó—. ¡Me olvidé las velitas!

Silvia apuntó un pulgar hacia atrás. —Yo me encargo. Vos andá, antes que la lluvia arruine la torta.

Claudia continuó apresurada hacia el bar mientras Silvia desandaba camino, dirigiéndose hacia el minimercado enfrente del hotel. Ya estaba pagando en la caja cuando vibró su teléfono. Vio que era Claudia y atendió preguntándose qué otra cosa podía haberse olvidado.

—Ya compré las velitas. ¿Qué más hace falta?

Su amiga respondió en un susurro tenso. —¡Jim está acá!

Silvia frunció el ceño. ¿Por qué intentaría Claudia una broma de tan mal gusto?

—Claro, mandale saludos.

—¡Lo digo en serio, boluda! ¡Está acá con su hermano y con Jo! —Silvia advirtió la ansiedad en la voz de Claudia—. Jim está tomando una cerveza con Miyén, apartados del resto. Y por lo serios que están, seguro que están hablando de vos.

El minimercado pareció girar alrededor de Silvia, que vaciló con un mareo repentino. —¿Qué? ¿Cómo que Jim está tomando una cerveza con Miyén?

Su tono obligó a Claudia a controlarse. —¿Dónde estás? ¿Querés que vaya a buscarte?

—No, no, ahí voy.

—No te preocupes, tomate tu tiempo. ¿Seguro que no querés que vaya a buscarte?

—No. Sí. No sé. Cualquier cosa te llamo.

Silvia cortó y salió, su mente hecha un caos y la horrible sensación de que acababa de caer en un sueño delirante o en una realidad alternativa. Ya en la calle, se quitó la capucha y alzó la cara, para que las frías gotas de lluvia la ayudaran a reaccionar.

Tuvo suerte de que no hubiera tránsito, porque cruzó sin molestarse por mirar si venían autos. Se detuvo a las puertas del hotel de Jim para encender un cigarrillo y subió hacia la callecita del bar. Pero sólo hasta una cerca baja de piedra. Allí volvió a detenerse y se sentó bajo la lluvia.

No era una broma. Claudia la conocía demasiado para hacerle algo así.

Sentía un peso frío aplastándole el pecho.

¿Jim estaba allí, al final de la calle? ¿Cómo era posible? ¡Dios, qué hombre! No podía conformarse con lo simple o lo pequeño. Cuando ella no precisaba más que una llamada, y habría arrojado su vida por la ventana para volver a caer rendida a sus pies, él cruzaba el mundo para presentarse en el bar donde ella solía reunirse con sus amigos.

No tenía pies ni cabeza.

Se frotó la cara.

¿Jim la estaba esperando?

Fumó sin prisa, mirando sin ver los viejos adoquines, brillantes de lluvia bajo las luces de mercurio.

No. No era posible.

Una gruesa gota en su frente la hizo alzar la vista hacia las nubes bajas que reflejaban las luces de la ciudad.

No se atrevió a cerrar los ojos. Si lo hacía, su cara y su sonrisa, su voz, su piel lo ocuparían todo. Pero él no estaría allí cuando volviera a abrirlos, y ella había llegado a conocer demasiado bien esa tortura.

¿En verdad había cruzado el mundo? ¿Por ella?

Quizás una lágrima rodó por su mejilla. No podía estar segura. Esa noche todo parecía lo mismo, lágrimas y lluvia.

¿Qué significaba que él estuviera allí?

Advirtió el particular tinte que iban adquiriendo las nubes.

¿Qué se suponía que hiciera?

Tal vez nevara.




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