Sin Retorno

115. Bienvenido a Casa

Bajaron del autobús de medianoche a una ligera nevada que prometía espesarse, y Silvia tironeó de la manga de Jim para que cruzara la carretera con ella y Claudia. Jim estaba por preguntar por qué diablos todas las calles allí eran cuesta arriba, pero se distrajo contemplando la perezosa caída de los copos de nieve ahora que el viento había amainado. Tomó la mano de Silvia y la dejó guiarlo, sin prestar atención a lo que ella y su amiga susurraban en español.

—¿Te estás vengando, que lo hiciste tomar el colectivo y ahora lo hacés caminar hasta la Roca Negra? —preguntaba Claudia divertida.

—¿Qué? ¡No! Mirá: paró el viento y está lindo para caminar.

—¿Me estás jodiendo? ¿Eso es lo que estás pensando en este momento?

Claudia vio la sonrisa de su amiga y meneó la cabeza riendo por lo bajo. Silvia y Jim la acompañaron hasta Beltane, se despidieron de ella mientras su perra ladraba como para despertar a todo el vecindario, siguieron calle arriba sin prisa.

—Mi casa está a tres calles de aquí.

—Sí, recuerdo tu video —asintió Jim, y advirtió la expresión de Silvia—. ¿No me crees, mujer?

Ella rió por lo bajo al escucharlo llamarla así.

Sin viento, podían descubrir sus caras sin riego de congelamiento letal e instantáneo, y eso les permitía conversar mientras subían por la calle desierta y silenciosa, que la nieve comenzaba a cubrir. Cruzaron el pequeño parque comunitario y se detuvieron a admirar un retoño de abedul bajo una luz de neón, los livianos copos de nieve flotando en el resplandor rojizo para caer entre las ramas delgadas cubiertas de brotes y hojas nuevas.

Ya llegaban al otro extremo del parque cuando un enorme perro negro galopó a su encuentro.

—Y ése es tu perro —dijo Jim.

—¿Qué? ¿Cómo sabes? ¡Jamás te hablé de Max!

—No, pero siempre se las ingenia para salir en tus fotos.

Silvia apeló a la excusa de bajar la vista hacia su perro para ocultar que se había ruborizado.

El animal no saltó, ni ladró ni hizo ningún despliegue de alegría. La olió mientras ella le palmeaba el lomo, obsequió a Jim con una mirada fugaz y se alejó trotando por donde viniera, precediéndolos.

—No es una mascota muy afectuosa —notó Jim.

—Es al revés —explicó Silvia—. Él no es mi perro, yo soy su humana. A mí me toca ser cariñosa y portarme bien si quiero que pase un rato conmigo.

—¡Vamos!

—Ya lo verás por ti mismo.

Jim rió por lo bajo, disfrutando aquella plática casual.

Siguieron al perro por una calle de tierra hasta una cerca de madera, y Silvia abrió la pesada puerta tranquera para dejar pasar a Jim y al perro. Se demoró cerrándola mientras miraba a Jim cruzar el jardincito delantero con su perro, la luz del porche pintando los copos de nieve que caían sobre ellos. Soltó una risita nerviosa. Aquélla era una postal que jamás se había imaginado.

Jim y Max la esperaron en lo alto de los gruesos escalones de madera. Él paseaba la vista en derredor con una sonrisa vaga. Las siluetas de los árboles altos y añosos lo redaban, las luces de la calle proyectaban conos de luz dorada sobre la nevada, el frío seco ya no le hacía doler la nariz, que se llenaba del olor de la tierra húmeda y las hojas. Todo aquello envuelto en un silencio tan profundo como no creía haber conocido jamás. En una ciudad de más de cien mil habitantes en pleno siglo XXI. En verdad aquel lugar era increíble.

Silvia se le unió y se demoró contemplando la noche con él antes de enfrentarlo. Jim la observó, curioso por ver qué haría a continuación.

—Bienvenido a casa, amor —susurró ella, alzándose en puntas de pie en busca de sus labios.

Jim se estremeció al besarla, estrechándola en sus brazos.

Ella no tardó en retroceder sacando las llaves de su bolsillo.

—Ven. No será una de tus suites presidenciales, pero tendrá que bastar.

La expresión de fingido horror de Jim la hizo reír. Abrió la puerta, dejó entrar al perro primero y le indicó que la siguiera sin hacer ruido.

Jim entró tras ella mirando alrededor, aquel lugar que viera en tantas fotografías. La casa era un pequeño cuadrado dividido en dos a lo ancho. La mitad delantera era un solo ambiente, con la cocina a la izquierda y el comedor a la derecha. El único baño estaba tras la cocina, y se abría a un pasillo minúsculo al que también se abrían las dos recámaras, lado a lado ocupando la mitad posterior de la casa. Diminuta, acogedora, cálida incluso en aquella noche tan fría.

Oyeron un ruido sordo y un gruñido soñoliento desde uno de los dormitorios.

—Fuera, Max —gruñó una voz masculina y profunda—. ¿Sil?

—Sí, soy yo.

—¿Qué hace Max acá? ¿Viniste con alguien?

—Con Jim.

Él frunció el ceño al oír que ella lo nombraba. Silvia le sonrió, ya quitándose gorro, bufanda, guantes.




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