Sin Retorno

120. Nada es Para Siempre

Costaba creerlo, tanto que se despertaba en medio de la noche para asegurarse que  él estaba en verdad allí con ella, día a día, noche tras noche. Era tan diferente a cuanto vivieran juntos con anterioridad, a cuanto se hubiera atrevido a soñar alguna vez, que no podía evitar aquella sensación instintiva de atajarse por dentro, prepararse para lo que pudiera ocurrir, como despertarse y que él hubiera desaparecido.

Y al mismo tiempo, no podía evitar sentir que aquello no significaba nada. Encontrarlo cada día al volver de trabajar, pasar el domingo de paseo con los tres extranjeros, las cenas familiares que ella y Jo preparaban mientras Tobías y los Robinson se peleaban por usar la consola. Las largas conversaciones con Jim, mirando siempre hacia atrás y nunca hacia adelante. Tener sexo por toda la casa tan pronto su hermano se iba. Decirse que se amaban cien veces por día. En realidad no eran más que dos semanas robadas al tiempo.

Nada de eso duraría y ella lo sabía bien.

El pasaje de regreso de Jim estaba fechado para el lunes por la mañana, y el jueves por la noche ya quedaba poca arena en el reloj.

Esa madrugada, contemplaba dormir a Jim con unos versos dando vueltas en su cabeza. El estribillo de una canción de Fabiana Cantilo que su madre escuchaba cuando ella estaba en la secundaria.

Nada es para siempre, nada es para siempre
No me digas, mi amor,
Que te falta valor
Porque nada es para siempre.

La sorprendió sentir los dedos de Jim acariciando perezosamente su cabello.

—Corriendo en círculos otra vez —lo oyó murmurar sin abrir los ojos.

Silvia se encogió de hombros, la cabeza apoyada en su hombro y la vista perdida en las estrellas que asomaban a su ventana.

—Habla, y no me hagas pedírtelo dos veces sólo porque te gusta hacerme rogar.

—Todo se reduce a tres palabras.

—Y después qué.

—Exacto.

Jim siguió acariciando su cabello, los ojos cerrados, aguardando que continuara, pero ella permaneció en silencio.

—¿Quieres que lo hablemos? —preguntó.

—¿Para qué?

Los labios de Jim se fruncieron en una sonrisa vaga. —No quieres, así que hagámoslo. ¿Ves? Ya me estás haciendo rogar. Vamos, mujer, habla.

Silvia no apartó la vista de la ventana. —Lo único que veo es veinte mil kilómetros entre tu casa en la mía, y ningún conjuro mágico para acortarlos.

—Seguro que eso es lo que ves, muy propio de ti. Yo, en cambio, veo una cama para dormir contigo en cada oportunidad que se me presente, no importa lo que diga el GPS.

—Seguro que eso es lo que ves, muy propio de ti.

La suave risa de Jim pareció jalar del brazo de Silvia para que viniera a descansar en torno a su cintura.

—Continúa —dijo él—. Apuesto a que ya has examinado todas las alternativas mil veces, así que bien puedes hacerlo de nuevo, en voz alta, para mí.

—No lo hice —replicó Silvia con obstinación—. No quiero.

—Seguro. —Jim flexionó su brazo libre bajo la almohada, para alzar la cabeza un poco y verle la cara—. Déjame pensar. ¿Cómo lo dirías? Es impensable que abandone mi carrera y me mude aquí contigo para ser tu marido modelo. —Volvió a reír por lo bajo al sentirla envararse cuando usó la palabra marido—. Y es impensable que tú abandones tu hogar y tu familia para mudarte conmigo y ser mi esposa modelo. Y no podemos pasar el resto de nuestras vidas buscando excusas para encontrarnos dos o tres veces al año y pasar unos días juntos. Así que lo mejor que podemos hacer es dejar todo como está el lunes en el aeropuerto y olvidarnos de esta tontería. ¿Qué tal estuvo?

Silvia gruñó, avergonzada de que Jim hubiera adivinado con tanto acierto lo que le pasaba por la cabeza.

—Pero —terció.

—¿Pero?

—Pero me enviarás una selfie bebiendo champagne en el avión, en un asiento en primera, o algo parecido. Y tendré que responderte con una foto tuya aquí, haciendo algo muy clase turista como levantando la mesa. Entonces te vengarás subiendo una canción inédita al Hey, Jay! que me revolverá las tripas. Y yo subiré mi poema más lacrimógeno y oscuro. Y continuaremos así hasta el fin de los tiempos. Porque yo ya no podría alejarme de ti aunque quisiera, y tú jamás permitirás que nadie te rechace.

—Eso suena patético.

—Ni que lo digas.

Silvia cruzó las manos sobre el pecho de Jim, apoyó en ellas su barbilla y lo enfrentó sonriendo de costado como él. Jim le apartó el cabello de la cara en una caricia.

—Te estás apresurando, mujer, proyectándote tan lejos. Deberíamos ir paso a paso.

Silvia soltó una risita burlona. ¿A quién intentaba engañar? ¡El Extremer yendo paso a paso!

Jim optó por ignorar su impertinencia. —Veamos, nos conocimos hace año y medio en Dakota del Norte, dos extraños varados en la tormenta durante dos días. La película que Jo filmará tarde o temprano. ¿Y luego?




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