Sin Retorno

121. La Maldición del Silogismo

—Y ahora estás en deuda conmigo.

Silvia volvió a fruncir el ceño, desconfiada.

Jim asintió sin dejar de sonreír. —Ahora es tu turno de regalarme una o dos semanas, y venir a ser mi compañera cotidiana en mi vida cotidiana. No aislados en medio de la nada, ni en la locura de una gira, ni vigilados a toda hora por tus amigos y hasta por tu maldito perro, sino en mi verdadera vida de todos los días. ¿No crees que ése sería el próximo paso más lógico?

Le hubiera gustado reírse de la expresión de Silvia, que lo miraba como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Se obligó a permanecer en silencio, sosteniendo su mirada incrédula, los dedos aún enredados en su cabello.

Silvia cerró los ojos, respirando tan hondo como se lo permitía su corazón desbocado.

Jim tenía razón. Por supuesto que para él ése era el próximo paso lógico.

Pero con Pat todo había acabado en desastre cuando ella lo visitara en Norteamérica, año y medio después de conocerlo. Cuando estaba sola, a un mundo de distancia de su hogar, sus amigos, de cualquier tipo de ayuda.

Sabía que Jim no se parecía en nada a Pat, pero tampoco era un cordero. Todavía se estremecía de sólo recordar aquella violenta escena en el trailer.

Ambas historias corrían tan paralelas en cierto sentido, que se sentía atrapada en el silogismo.

A=B
B=C
A=C

El frío que llenó su pecho aquietó su corazón, se hacía difícil respirar con ese nudo en la garganta. Un miedo instintivo le retorcía las entrañas, riéndose de cualquier argumento racional con que su mente intentaba soslayarlo.

Apartó una mano para besar el pecho de Jim, sin darse cuenta que dejaba una lágrima sobre su piel tibia. Buscó aire para formar las palabras, porque lo quisiera o no, debía decirlas.

Jim no intentó reconfortarla, ni ayudarla a dar voz a sus sentimientos. Y estaba bien. Ya había cruzado el mundo para ayudarla a enfrentarlos. Ahora ella había alcanzado el siguiente obstáculo en aquella carrera. Sólo ella podía decidir si lo sortearía y seguiría adelante, o si se daría por vencida y abandonaría.

Se obligó a volver a enfrentarlo y halló la tristeza que nublaba aquellos ojos únicos.

—Jim, yo… Sabes que no podría… —Jim intentó hablar, pero ella no le dio oportunidad— …responderte ahora. Si no te molesta, me gustaría pensarlo un poco.

Jim se tomó un momento para repasar lo que Silvia acababa de decir, para cerciorarse de que la había entendido bien y ella no se había negado de plano. Apartó la mano de su cabello para tomarla en sus brazos y estrecharla con fuerza. Le obsequió una sonrisa burlona antes de besarla.

—Tómate cuanto tiempo quieras para pensarlo, mujer. No volveré a mencionarlo —susurró junto a aquellos labios que siempre querían más de él, todo de él—. Pero no creas en el cuento de hadas, porque no soy el príncipe azul al rescate. Yo soy el maldito dragón.

La sonrisa de Silvia era tan espontánea como sincera cuando se tendió de espaldas, atrayéndolo sobre ella. El cuerpo de Jim la cubrió y ella dejó que sus labios, sus manos, sus caderas la enloquecieran, lo más fascinante y peligroso que encontrara en toda su vida.

Sí, él jamás podría ser un príncipe azul. Su salvador no podía ser otro que el dragón. No cualquier dragón, sino el dragón. El único que la rescataba exponiéndola a un peligro completamente diferente. El que siempre la empujaba más allá, haciéndola desprenderse de su disfraz de princesa frágil para mostrarse tal cual era en realidad. El que desataba las tempestades que la aterrorizaban, al tiempo que la cobijaba entre sus brazos, sosteniéndola mientras todo se derrumbaba en torno a ellos.

Al fin lo entiendo, Jim, le hubiera gustado decirle. Al fin veo el corazón de esta tempestad, y soy capaz de sentirlo. Y ya no importa nada más. Porque estoy aterrorizada, y al mismo tiempo quiero reír a carcajadas. Ignoro si seré capaz de dejarte salvarme de mí misma esta vez. Pero puedes estar seguro que lo intentaré.




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