Jim regresó a su hotel más temprano que los días anteriores porque Silvia tenía algo que hacer antes de ir a trabajar. Intentaba decidir si se echaría una siesta antes del almuerzo en su habitación o junto a la piscina, cuando se encontró con Sean y Jo que salían del ascensor. Su cansancio no le impidió notar el pésimo humor de su hermano y la sonrisa radiante de la chica.
—¡Ya llegaste! ¡Excelente! —exclamó Jo al verlo—. ¡Podrás acompañar a Sean!
—¿Acompañar adónde? —preguntó Jim sorprendido.
—A pescar —gruñó Sean, triturando las palabras entre sus dientes apretados.
—Ve a cambiarte, que pasarán a recogerlos en quince minutos.
Jim no apartó la vista de su hermano, interrogante. La expresión de Sean al menear levemente la cabeza le advirtió que se ahorrara las preguntas. Y que si apreciaba su vida, ni se le ocurriera burlarse.
—¡Apresúrate, Jim! —apremió Jo.
Veinte minutos después, la chica despedía a los Robinson con otra gran sonrisa. Ahora podía irse tranquila a Beltane, donde Claudia la aguardaba con un libro entero de antiguas recetas celtas y todos los ingredientes necesarios para probar cuantas quisieran. Sabía que tendría que esmerarse para que Sean la perdonara, pero conocía a los Robinson, y sin ella allí para sacarlos del hotel, pasarían ese día hermoso holgazaneando puertas adentro.
Al mismo tiempo, Paola recibía a Silvia en la acogedora cabaña que construyera con su novio al fondo del terreno donde se levantaba la casa de su madre, a sólo cuatro calles de la oficina de Silvia. La esperaba con mate y un millón de preguntas, aunque le concedió diez minutos enteros de conversación anecdótica.
—Se va el lunes, ¿no? —comentó al fin, sin variar su acento casual.
Silvia asintió sin alzar la vista, muy ocupada llenando el mate con agua caliente del termo.
—Me invitó a pasar un par de semanas con él en Los Ángeles —dijo como si todavía hablaran del clima.
—Tiene sentido.
Silvia le tendió el mate encogiéndose de hombros. Paola la estudió un momento.
—¿Pero? —terció.
—Pero el fantasma de Pat —suspiró Silvia—. Quién hubiera dicho que tanto tiempo después todavía me rondaría, ¿no?
—Sí, ¿no?
Silvia rió por lo bajo. Ahí estaba su amiga. Dos monosílabos le habían bastado para decirle que dejara de hacerse la tonta. Volvió a encogerse de hombros.
—Si se puede contar como punto a favor, después del fin de semana en Buenos Aires, Jim va a tener que esforzarse si pretende sorprenderme. Pero eso no significa que quiera volver a exponerme a nada parecido. —Hizo una pausa para encender un cigarrillo. Paola aguardó que continuara en completo silencio—. Se me mezcla todo. Lo último que quiero es volver a cruzar el mundo como con Pat, para volver a terminar tratando de sobrevivir el combo rock como con Jim, y volver a verme obligada a admitir que la única forma de sobrevivir es irme a la mierda como con los dos.
—¿Creés que va a volver a cagarla?
Silvia meneó la cabeza con una sonrisa fugaz. —No, va a ser todo un Romeo. Bueno, con su ego y sus puteadas. Y eso es lo mismo que nada. Porque mi vida es fácil de conocer y entender, estos diez días le sobran para ver cuanto hay para ver. Pero su vida dista de ser sencilla, igual que él.
Paola se limitó a asentir y Silvia supo que su amiga comprendía a qué se refería. No tenía nada que ver con el glamoroso estilo de vida que seguramente Jim desplegaría para ella, sino con esas otras cosas de las que ella sólo tuviera un atisbo, y que ignoraba cuán importantes eran para él.
Sólo podía abrigar la esperanza más bien ingenua de que si estaban bien juntos, Jim no saldría con ningún martes trece como en Buenos Aires. Lo cual en realidad era chantaje emocional sacado directamente del manual del abusador.
Si tenía que ser sincera, no tenía forma de saber si lo que ella llamaba combo rock era una faceta activa o importante de la personalidad y la vida de Jim. Y los escándalos recurrentes que solía protagonizar lejos del escenario sugerían que así era. En ese caso, que jugara al Romeo sólo podía tener dos significados: era una farsa que no duraría, o el precio que ella estaba poniéndole a su amor era un filoso par de tijeras para cortarle las alas.
—No quiero ser la novia del Che para hacerlo capitalista —dijo, haciendo reír a Paola—. Lo que lo hace componer sus canciones viene de algún lado que dista de ser simple y tranquilo. Su talento se alimenta de cierta dosis de locura, oscuridad, como quieras llamarlo, que él mantiene a raya lo mejor que puede. Nadie tiene derecho a tratar de ponerle límites.
—Y vos respetás su talento.
—Claro que sí.
—Pero te da miedo enfrentar ese lado oscuro que lo nutre.
—Exacto.
Silvia suspiró otra vez, desalentada. Era como correr por una avenida, que de pronto se estrechaba hasta convertirse en un callejón sin salida, que seguía encogiéndose para confinarla en una celda.
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Editado: 15.08.2023