Sin Retorno

124. A Buen Entendedor


**Atardecer en el Nahuel Huapi, Bariloche**

El jefe de Silvia sólo precisó verle la cara de empleada del mes al traerle mate.

—¿Cuántos días? —suspiró.

 Su primo le hizo la misma pregunta quince minutos después, y protestó porque dos semanas eran poco tiempo para todo lo que él y Tobías habían planeado para la próxima vez que se quedaran solos en la Roca Negra.

Esa tarde adelantó cuanto trabajo pudo, y al salir de la oficina caminó sin prisa por el boulevard de la costanera hacia la playa del centro. Tenía que pasar a buscar a Jim por su hotel en una hora, a sólo dos calles de la playa, y el atardecer prometía ser de antología.

Bajó las escaleras de piedra y caminó por la playa de guijarros hasta la orilla, donde se sentó de cara al oeste. Entonces sacó la tablet para anotar las palabras que la habían rondado toda la tarde. La sorprendió descubrir que tomaban forma de poesía, y las dejó fluir para averiguar qué tenían para decirle.

Desgárrate por siempre
Que la oscuridad escuche tu grito
Mientras lloras momentos olvidados
Que insistes en llamar vida.

Olvida tus preciosos crepúsculos
Sabes que esto no es un juego.

Camina hasta desaparecer
Recorre los senderos de tu alma
Tal vez así encuentres
Lo que te desvela.

Desintégrate en fragmentos
Del ser que construiste
Enfrenta que cada instante que maldices
Es un instante que te niegas a vivir.

Olvida tu sed de gloria
Sabes que esto no es lo mismo.

Tiempo perdido en el ayer
Las garras de un apetito insaciable
Que anhela la lujuria del pecado
Que reza incansable por fe.

—A la mierda —murmuró releyendo lo que acababa de escribir y preguntándose qué significaba. Como si no lo supiera.

—Ahí estás.

Silvia alzó la vista sorprendida y halló a Jim a pocos pasos, las manos en los bolsillos, los ojos tan claros moviéndose por el paisaje. Miró la hora para asegurarse que no había perdido la noción del tiempo. No, todavía faltaban veinte minutos para encontrarse con él.

Jim se sentó junto a ella con una sonrisa vaga.

—Menudo lugar.

—Ya lo creo. ¿Cómo…?

—Una vez me describiste un atardecer desde aquí, ¿recuerdas? Se me ocurrió pasarme a ver la playa.

—Oh.

Jim la estudió un momento.

—¿Estás segura? —preguntó con suavidad.

Silvia respondió sin vacilar. —Claro que no.

—¿Cuándo?

—Cuanto antes mejor.

—¿Te refieres…?

—¿El lunes?

Jim le rodeó el cuello con un brazo y le besó el cabello riendo por lo bajo. Ella descansó la cabeza en su hombro. Los ojos de los dos se volvieron juntos hacia el accidentado horizonte que el sol estaba por tocar.

—Sigues asustada.

—Aterrorizada.

—Eso me gusta.

—Vaya sorpresa.




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