Buenos Aires era el infierno esperable de gente, calor, humedad y ruido que Silvia detestaba. Llegaron en el primer vuelo de la mañana proveniente de Bariloche, y Jim y Silvia se dirigieron directamente desde el aeropuerto a la embajada de Estados Unidos. Su plan era averiguar si ella precisaba renovar la visa que tramitara a principios del año anterior e iniciar los trámites que fueran necesarios. Una vez que supieran cuánto demorarían, buscarían alojamiento. Los planes de Silvia también incluían tratar de ver a su hermana antes de dejar el país.
Jim la notó inusualmente callada, casi taciturna, pero evitó hacer comentarios al respecto. Se limitó a tomar su mano, sin soltarla durante el viaje en taxi ni al entrar a la embajada.
Cuando se hallaron ante la mesa de entrada, Jim no le dio oportunidad de hablarle a la empleada.
—Buenos días. Creo que nos están esperando —se le anticipó, dándole su pasaporte a la chica con una de sus sonrisas deslumbrantes.
La chica precisó un momento para superar la oleada de hormonas antes de poder consultar su computadora.
—Por supuesto, señor Robinson —logró articular—. Por aquí, por favor.
—¿Qué mierda? —exclamó Silvia dos horas después, cuando salieron de la embajada con su visa renovada, aprobada y sellada.
—Le pedí a Deb que nos agilizara el trámite para que pudiéramos tomar el vuelo de esta noche —respondió Jim muy tranquilo.
—¡Pero es lunes! ¿Cuándo…?
Él detuvo un taxi al tiempo que le guiñaba un ojo.
—Nunca me subestimes, mujer.
Y esa noche, con el viento de bosques y montañas todavía agitando su cabello, Silvia abordó el vuelo directo a Los Ángeles con Jo y los Robinson.
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Editado: 15.08.2023