Sin Retorno

129. Todos los Atardeceres

Jim salió de la ducha al tibio silencio del ocaso, disfrutando las gotas frescas que caían de su cabello sobre su pecho y su espalda, y que no precisaba apresurarse a vestirse para no morirse de pulmonía. Se sentía como nuevo tras una buena comida, sexo de calidad y una siesta de un par de horas.

Silvia se había levantado mientras él estaba en el baño. Jim se dirigió escaleras abajo, adivinando dónde la hallaría. Y allí estaba, en el deck, el lugar que más le había llamado la atención tan pronto llegaran a su casa. No por la piscina, ni las cómodas reposeras, ni el barcito techado con paja, sino por la vista.

Estaba en el extremo más alejado a la casa, los brazos cruzados sobre la baranda, de cara al sol que se hundía en el océano Pacífico, un cigarrillo entre sus dedos y el cabello suelto flotando en la brisa marina, que se llevaba los rastros de nieve en las montañas.

Jim no se apresuró a salir. Se tomó un momento para contemplarla así y tomarle una foto de espaldas, allí, tan lejos del lugar que amaba. Ese lugar cambiante, riguroso, hermoso, solitario, que parecía haber sido creado exclusivamente para dar cobijo a su alma.

Pero éste también era su lugar, con todo lo que compartirían en los próximos días, y este deck que se abría a todos los atardeceres que ella pudiera desear. Su lugar era junto a él, en aquellas cosas que iban tan bien con su temperamento, aunque ella aún lo ignorara.

Se aproximó a ella sin ruido, mas se detuvo al ver el teléfono sobre la baranda y el cable de los auriculares que subía hacia sus oídos. La oyó cantar en susurros. Ladeó la cabeza, curioso. ¿Qué cantaba? ¿Qué canción había escogido para su primer momento sola tan lejos de casa?

Y no logras hallar las lágrimas que no llegan
Ni el momento de verdad en tus engaños
Cuando todo parece una película
Sangras para saber que estás vivo.

Jim volvió a sonreír. Iris, de Goo Goo Dolls. Sí, iba bien con la situación.

Y no quiero que el mundo me vea
Porque no creo que comprendan
Cuando todo fue hecho para romperse
Sólo quiero que sepas quién soy.

Aguardó hasta asegurarse que la canción había terminado y pisó a propósito la única tabla del suelo que crujía. Silvia no giró hacia él, pero apagó el cigarrillo y se quitó los auriculares.

Jim fue a pararse tras ella y le rodeó el pecho con sus brazos, rozándole el hombro con sus labios. Ella ladeó la cabeza hacia el otro lado automáticamente, ofreciéndole su cuello. Él la mordió suavemente, riendo por lo bajo contra su piel.

—Ya, mujer. No te echaré un polvo aquí para que nos vean todos los imbéciles desde la playa.

—¿Acaso te importa? —sonrió Silvia, girando entre sus brazos lo necesario para descansar la cabeza en su hombro sin dejar de mirar el mar.

—En absoluto, pero no creo que a ti te guste ver las fotos en Twitter en cuestión de minutos.

—Deberías tener una lona para cubrir la baranda.

—Considéralo hecho mañana a primera hora.

—¿Cómo es que no la tienes ya? —inquirió ella con curiosidad—. ¿No te gusta el sexo al aire libre?

Jim se encogió de hombros. —¿Nunca me importó la privacidad ajena?

Ella sólo pudo reír, porque le gustaba aquella honestidad brutal que Jim nunca se preocupaba por atemperar.

Se demoraron allí, contemplando el mar en silencio, hasta que el sol se ocultó tras el horizonte. Entonces Jim aflojó su abrazo para tomar la mano de Silvia y la guió sin prisa hacia la sala.

—En el mundo civilizado ya es hora de la cena —terció.

—Qué bueno que la diferencia horaria hace que coincida con mi hora de cenar habitual.

—¿Qué quieres hacer esta noche?

—¿Cuáles son nuestras opciones?

—Podemos comer aquí o salir a cenar solos. Si estás de humor para reuniones, Tom y los demás vendrán a comer mariscos cerca de aquí, a un pequeño restaurante en la playa.

—Sospecho que será una semana agitada, ¿verdad?

—Nada del otro mundo.

—Quedémonos en casa, al menos esta noche. —La sonrisita burlona de Jim la hizo fruncir el ceño—. ¿Qué?

—Acabas de decir “en casa”.

Silvia hubiera querido no enrojecer hasta las orejas. —¡Oh, vamos! ¡Es una forma de decir!

—Admítelo, mujer. Te referiste a mi casa como si hablaras de tu hogar.

Ella recordó para qué había emprendido aquel viaje y se tragó la respuesta que le hacía cosquillas en la lengua. Se acercó más a él y le acarició la mejilla sonriendo.

—Porque en cierta forma, siento que eres mi hogar.

Jim no tuvo más alternativa que tomarla en sus brazos y besarla.

—Creo que mi cena serás tú.




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