Sin Retorno

130. El Rostro del Sol

El teléfono de Jim sonó a las nueve, media hora antes que la alarma. Silvia dormía contra su espalda, y Jim intentaba girarse sin despertarla cuando la mano de ella se deslizó bajo su brazo con el teléfono.

—Gracias —murmuró él, y atendió con un gruñido malhumorado—. Vete al infierno, Deb. Ya sé que debo recogerte a las once. No vuelvas a llamar.

—¿Sesión de fotos hoy? —preguntó Silvia adormilada cuando Jim cortó y arrojó el teléfono a la mesa de noche.

Él tironeó de su mano para que le rodeara la cintura. —Sí, y si conozco a Steve, llevará todo el día. ¿Quieres venir?

—Me encantaría.

—Tal vez deberías insistir un poco para que te lleve conmigo.

Jim empujó la mano de Silvia hacia abajo, sobresaltándose cuando ella la hizo resbalar en torno a su cadera para sujetarle el trasero.

—Lo siento, es lo que tengo más cerca —rió Silvia contra su hombro.

—Tendrás que esmerarte si pretendes conocer esa parte de mí, mujer.

—Lo tendré muy en cuenta.

Una hora después dejaban aquel exclusivo boulevard de Santa Mónica en la cuatro por cuatro de Jim, para hundirse en la pesadilla que era el tránsito de Los Ángeles. Los dos carecían de espíritu matutino, de modo que se pusieron lentes de sol, escogieron música tranquila y no se molestaron por tratar de conversar.

Deborah los aguardaba en la acera de su edificio, y antes de subir a la camioneta tuvo un atisbo de sus expresiones ceñudas. Al acomodarse en el asiento trasero reconoció la música. Era El Lado Oscuro de la Luna, de Pink Floyd. Se tragó sus preguntas, preocupada. ¿Acaso la luna de miel no había sobrevivido su primera noche en LA?

Sean odiaba conducir en el centro de la ciudad, y pasaron a recogerlo también. Silvia se apresuró a desocupar el asiento para él y fue a sentarse junto a Deborah. Nadie pronunció palabra hasta que llegaron a lo de Steve.

Steve Clark era el primer fotógrafo profesional que trabajara con los Robinson, cuando recién comenzaban su carrera musical, y se habían mantenido en contacto cuando Steve se mudara a New York. Solía regresar a Los Ángeles un par de veces al año, y jamás desperdiciaba la oportunidad de una sesión con los hermanos, porque aseguraba que Jim era su modelo favorito.

En el elevador, Jim se quitó gorra y lentes, e intentó poner en orden su cabello, sabiendo que Steve lo aguardaría emboscado tras la puerta, cámara en mano. Y así era. Tom, Liam y Walt ya habían llegado, y luego de un par de abrazos y fotos casuales, regresaron todos a sus autos y siguieron a Steve hacia el este, fuera de la ciudad.

Un par de horas más tarde, Ron los recibía en el pequeño campamento en el desierto de Mojave donde pasarían el día. Jim dejó que los demás se adelantaran hacia el trailer de vestuario.

—¿Trajiste tu teléfono? —le preguntó a Silvia.

—No creí que lo precisaría.

Él le dio el suyo sonriendo. —Ten. Me gustaría ver el día con tus ojos.

—Sabes que soy pésima tomando fotos, Jay.

—Para arte lo tenemos a Steve. Lo que me interesa es tu perspectiva, quiero ver qué te llama la atención.

Silvia apuntó el teléfono a su trasero, haciéndolo reír.

—Ya, mujer.

—¿No querías ver lo que me llama la atención?

Deborah los observaba a distancia prudencial, y aquel intercambio le permitió aplacar su preocupación. Al parecer la luna de miel continuaba. Era una suerte que Silvia le resultara simpática, porque ya veía que Jim planeaba tenerla pegada a sus talones a sol y sombra como en Buenos Aires.

Tenían unas dos horas para prepararse, porque Steve quería realizar la sesión al atardecer, de modo que todos se tomaron las cosas con calma para escoger lo que vestirían y ponerse en manos de la maquilladora y el estilista.

Jim alentó a Silvia a que recorriera el campamento a voluntad, y ella no se hizo rogar. Pronto los músicos y el personal comentaban que era como tener a Jo allí, filmando y tomando fotos del detrás de escena.

Silvia disfrutó aquella oportunidad de conocer la trastienda de la sesión, y cuando no estaba ayudando con el catering, recorría los rincones del campamento. Todas las actividades relacionadas con la sesión le llamaban la atención, y a cada paso hallaba algo interesante o curioso. El desierto también la atraía. Era tan diferente a cuanto ella conociera jamás, que le resultaba cautivante en su belleza desolada y desnuda.

A nadie se le ocurrió negarse cuando preguntó si podía estar presente mientras Steve trabajaba. El fotógrafo la adoptó como a un asistente más, divertido por el entusiasmo de Silvia cuando la mandaba a hacer algo.

Terminaron cuando las primeras estrellas se encendían sobre el desierto. Jim le arrojó a Sean las llaves de su camioneta y subió al asiento trasero con Silvia. Hundió las rodillas en los riñones de su hermano, se echó el brazo de Silvia sobre los hombros para descansar contra su costado y recuperó su teléfono.




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