Sin Retorno

131. Somos Nosotros

Deborah recibió un email tan pronto entraron en la ciudad.

—Inauguran una disco esta noche —leyó en voz alta—. ¿Les gustaría ir?

—Por qué no —asintió Sean—. ¿Escuchaste, bastardo?

No obtuvo respuesta. Deborah se volvió hacia el asiento posterior y halló a Jim profundamente dormido, la cabeza en el regazo de Silvia, que dormía abrazándolo. Sean lanzó un puñetazo hacia atrás, a las piernas de su hermano.

—¡Jimbo!

—Que te den —gruñó Jim sin abrir los ojos.

—Esta noche vamos a la inauguración de una disco.

—Sí, sí.

De regreso en lo de Jim, Silvia palideció al conocer sus planes, y que quería llevarla con él, lo cual significaba mostrarse juntos en público. Tuvo que resistir la tentación de alegar cansancio. Estaba allí para ser la compañera de Jim en su vida cotidiana. Si él quería que lo acompañara esa noche, lo haría.

Jim la dejó procesar sin intervenir, programando el microondas para calentar la cena que su ama de llaves les dejara preparada. Creía que Silvia había superado su pánico escénico cuando vio que su expresión se teñía de algo cercano a la desesperación.

—¡No tengo ropa apropiada! —exclamó—. Seguramente todas las mujeres irán con vestidos de colección y tacones, y peinados raros y joyas. ¡Yo no tengo nada de eso!

Jim rió por lo bajo mientras Silvia se paseaba por la cocina, agitando los brazos y hablando de críticos de moda y de arruinar su imagen pública para siempre.

—Ten, mujer.

Ella giró interrogante y vio que le tendía su teléfono.

—Ahí tienes el número de Jo. Llámala y pregúntale.

—¡Oh, gracias!

—Comeremos en diez minutos.

Jim volvió a reír cuando ella saludó a Jo en vez de responderle. Salió apresurada de la cocina y la oyó subir la escalera a paso rápido.

Jo podía imaginar cómo se sentía Silvia, y no tuvo inconvenientes en revisar su equipaje con ella y ayudarla a elegir lo que vestiría.

—¿En verdad irás en jeans y top? —insistió Silvia.

—Claro que sí. No voy en busca de un agente o un vejete que me mantenga, así que no necesito andar mostrando el trasero.

—Oh, bien.

—Vamos con nuestros novios, y jeans y top es lo que va con su estilo, ¿verdad? Eso es lo que importa.

—Tienes razón, Jo. ¡Muchas gracias!

—Olvídalo. Nos vemos luego, amiga.

De regreso en la cocina, Jim notó que Silvia parecía más tranquila, y la plática casual durante la cena la ayudó a recuperar el buen humor. Mejor, porque Jim sabía que aún le restaban pasar por un par de cosas antes de llegar a la disco.

El día anterior, tras un vuelo tan largo, Silvia no se había mostrado exageradamente sorprendida por las dimensiones y los lujos de la casa de Jim. Pero él sabía que no había prestado atención a algunos detalles que, cuando al fin los notara, acabarían por hacerla sentir incómoda y hasta insegura. Por suerte, él estaba listo para sostenerla.

Después de cenar subieron juntos a ducharse y cambiarse. Silvia se sorprendió al ver que Jim abría lo que ella creyera un espejo de cuerpo entero en la pared. Resultó ser una puerta corrediza, que reveló un espacioso vestidor con acceso directo al baño. Jim la invitó a entrar con él y ella lo siguió boquiabierta. Estaba calculando que ese vestidor era casi el doble que su dormitorio en la Roca Negra cuando Jim reclamó su atención, señalándole todo un sector vacío, con estantería, cajonera y perchero.

—Para tus cosas —sonrió él con acento casual—. Avísame si precisas más espacio.

Silvia meneó la cabeza bufando. —Sabes bien que puedo acomodar todo mi ropero allí. Dos veces.

—¿Cuál te gusta? —preguntó Jim para distraerla, mostrándole dos camisetas que a primera vista parecían iguales—. La que tiene el logo rojo es más ceñida.

—Oh, criatura pérfida. Me gustaría verte con la más ceñida, pero no quiero que nadie más disfrute la vista.

Él dejó las camisetas para tomar su mano y atraerla hacia él. —Deja que miren. Lo que importa es quién me la quite, y mejor que ésa seas tú.

Silvia lo besó, agradecida por la forma en que Jim se preocupaba por ayudarla a sentirse bien en medio de tantas novedades intimidantes. Y se dio cuenta de que se estaba comportando tal como cuando se conocieran.

La ducha de Jim tenía capacidad para tres o cuatro personas, y en vez de duchadores individuales, había una ancha tira de acero de lado a lado desde dónde caía la lluvia. Se bañaron juntos, bromeando y riendo sobre la arena que hallaban en los rincones más insólitos de sus cuerpos.

Jim se demoró en el vestidor mientras Silvia se dirigía al dormitorio, donde aún estaba su mochila. Se vistió sin prisa, dejándola prepararse sola. Cual fin dejó el vestidor, se detuvo sorprendido en el umbral.




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