Sin Retorno

137. Sobremesa

Liam y Walt se sumaron al ensayo el martes, y la banda pasó seis horas encerrada en el tercer piso. Cuando dieron por terminada la jornada y bajaron, descubrieron que Silvia le había escrito a Jo para que se les sumara, y ya había pedido comida para todos. Cansados de ensayar, los músicos no tardaron en despedirse.

Jim no insistió cuando Silvia aseguró que no precisaba ayuda para limpiar la cocina. Le hubiera gustado ir a recostarse en el sofá de la sala o en una reposera del deck, pero permaneció sentado a la isla para hacerle compañía, teléfono en mano.

—Hoy confirmé mi vuelo de regreso —dijo Silvia de pronto, como al descuido.

—¿Ya? ¿Cuál es la prisa? —preguntó Jim, riendo por lo bajo de un tweet de una fan polaca.

—Me voy el viernes, Jim.

Alzó la vista sorprendido. Silvia llenaba una bolsa de basura con latas de cerveza vacías.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Tengo que volver al trabajo el lunes, y quiero pasar un día en Buenos Aires para ver a Mika.

—¿Qué trabajo?

Silvia le lanzó una mirada de soslayo.

—Olvídalo, mujer. Llama para avisar que renuncias y quédate un par de semanas más. No puedes marcharte en tres días.

Ella le dio la espalda con la excusa de encender el lavavajillas. —Pues eso es lo que haré, Jim —dijo con suavidad.

Jim soltó el teléfono resoplando. —Aquí vamos de nuevo, haciéndote rogar como siempre.

—¿Qué? —Silvia giró hacia él sorprendida y cruzó la cocina hacia él—. ¡No, Jay! Me encantaría quedarme más tiempo, pero no puedo quedarme sin empleo por unos días más de vacaciones. —Le tomó una mano sonriendo—. Vamos, hasta tú tienes cuentas que pagar mes a mes.

Jim la estudió un momento. —Al parecer no lo has comprendido. Estás conmigo, ¿verdad?

Silvia asintió, intentando adivinar adónde pretendía llevar la conversación. Jim le devolvió la sonrisa alzando las cejas.

—Entonces ya no precisas ese trabajo, ni ningún otro. Estemos bajo el mismo techo o a un mundo de distancia, mientras estés conmigo, no precisas volver a trabajar.

Silvia bajó la vista apretando los labios, tratando de digerir lo que Jim acababa de decir. Él le tocó la punta de la nariz riendo por lo bajo.

—¿Recuerdas lo que hablamos en tu casa? ¿Todo eso sobre permitirme aceptarte? Bien, a esto me refería, mujer. A que aceptes que ya no estás sola, que quiero cuidarte y darte cuanto desees o necesites.

Ella se estremeció y Jim vio el brillo húmedo en sus ojos cuando volvió a enfrentarlo.

—¿Cómo podría negarme sin sentirme la peor imbécil? —rezongó.

—Entonces no te niegues. Es más sencillo de lo que crees.

Silvia se tomó un momento para escoger sus palabras. —Sabes que estoy a tus pies, de cabeza, locamente enamorada de ti desde que nos conocimos, ¿verdad? —La expresión suficiente de Jim le arrancó una risita entrecortada—. Quiero estar contigo, Jay, no con tu tarjeta de crédito. Y aunque sólo me esté engañando a mí misma, necesito conservar mi independencia para seguir sintiéndome tan bien contigo.

La sonrisa de Jim era lo más peligroso que Silvia hubiera enfrentado en toda su vida.

—¿No te gustaría publicar tus historias y ganarte la vida escribiendo? —terció él—. Podrías convertirte en escritora profesional, pasar una parte del año aquí y otra en la Patagonia. Podrías ser tú misma, en vez de perder el tiempo con ese contador de poca monta en una oficina con vista al edificio vecino.

—Eso no sería ser yo misma, Jay, sino tu chica de ocasión. Nadie publicaría mis historias a menos que estuviera haciéndote un favor a ti, para tu novia. —Besó su mano volviendo a sonreír—. Déjame ser como soy, Jay. La mujer que tú amas. Y ayúdame a encontrar mi lugar a tu lado sin precisar convertirme en otra persona.

Jim sostuvo su mirada, porque era su turno de digerir las palabras de Silvia, y al fin asintió.

—Júrame que no estás huyendo, mujer.

—Claro que no. Bien, no de nuevo.

—O sea que regresarás.

—Por supuesto.




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