A Silvia le tomó unos cinco minutos superar el alivio de haber escapado de Deborah sin necesidad de ponerse desagradable. Entonces cayó en la cuenta de que la había rescatado la última persona que ella hubiera imaginado. Y ahora estaba sola con Sean, que conducía maldiciendo sin pausa el tránsito céntrico.
No tenía idea por qué la había defendido, ni adónde la llevaba, y su evidente malhumor no invitaba a interrogarlo. Silvia recordaba lo que Jim le contara de él en Bariloche, pero fuera lo que Sean le había dicho de ella, era entre los hermanos, y lo mejor era actuar como si ella jamás se hubiera enterado.
Sean condujo hacia la zona de los estudios sin siquiera mirarla, hasta que se internó en una callecita estrecha y poco transitada para detenerse frente a un barcito escondido. Se apearon los dos y Silvia lo vio abrir la puerta del bar para que ella entrara primero. No tenía más alternativa que hacerlo.
Era un lugar pequeño y mal iluminado. Un par de hombres bebían solos cerca de los sanitarios, al otro lado del bar. Sean señaló las mesas con un cabeceo y se dirigió a la barra. Silvia se sentó a una mesa junto a la única ventana a la calle. Desde allí vio regresar a Sean sin prisa, mirando alrededor, las llaves del auto tintineando en su mano. Sintió que el corazón se le aceleraba. No le tenía miedo a este hombre parco y huraño, pero no podía evitar que la pusiera nerviosa.
Sean se sentó frente a ella sin rastros de una sonrisa y descansó contra el duro respaldo de la silla de madera, evitando mirarla. Pareció a punto de hablar, pero el hombre tras la barra se acercó trayendo maníes, dos vasos cubiertos por una delgada capa de hielo y una botella de un litro que reclamo la atención de Silvia. ¿Cerveza argentina? Tuvo que tragarse una risita tonta. ¡Cerveza argentina en Hollywood! ¡Quién lo hubiera dicho!
Sean llenó los vasos y alzó un poco el suyo antes de probar la cerveza.
—Mierda que sabe bien —gruñó asintiendo.
Silvia bajó la vista disimulando una sonrisa. Hasta ese momento estaba convencida de que Sean la había llevado allí porque tenía algo que decir, preguntar, exigir. Pero ahora se le ocurría que tal vez no era así, y que esa situación tan incómoda tal vez no era una especie de prueba. Tal vez a Sean no le gustaba beber solo, y había ido en busca de la única persona que conocía que apreciaría como él aquella cerveza fuerte y amarga. Aun si no tenía nada qué hablar con esa persona.
Sintió que se distendía conforme los minutos pasaban en completo silencio. El hombre sentado frente a ella iba perdiendo su aura de frío misterio. Aún no comprendía su conducta en la oficina de Deborah, aunque sospechaba que no se trataba tanto de defenderla a ella, sino de marcarle límites a su agente.
Su habitual acento brusco la tomó por sorpresa.
—Imagino que después de tantos años nosotros acabamos habituándonos al circo —dijo Sean mirando hacia el fondo del bar.
Silvia alzó las cejas, invitándolo a continuar. Sean nunca le dirigía la palabra si podía evitarlo, y moría por averiguar qué lo hacía romper esa regla de oro. Estuvo a punto de pellizcarse para asegurarse de que estaba despierta al verlo reír por lo bajo.
—Jim siempre lo ha manejado tan bien, que es incapaz de imaginar que a alguien le cueste, a ti menos que nadie.
Silvia no supo qué la sorprendió más, sus palabras o que la mirara de lleno a los ojos. Fue sólo un instante. Sean volvió a asentir bajando la vista hacia su vaso, los labios fruncidos en una sonrisa irónica.
—No se da cuenta que aunque no tienes inconvenientes en ponerle límites a él, eres incapaz de negarte a hacer algo si crees que es lo que él espera de ti. Como disfrazarte de muñeca para esa condenada gala, para que él se vea mejor. Como si ir de su mano no fuera más que suficiente.
Ella apuró su cerveza para ocultar que estaba estupefacta. Sean la miró fugazmente, obsequiándole una de sus sonrisas villanescas.
—No te preocupes y pon tus limites cómo y dónde quieras. No temas decir que no. Y si te cuesta negarte, avísame. Será un placer hacerlo por ti.
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Editado: 15.08.2023