Sin Retorno

140. Una Tormenta Diferente

—¿Ahora me crees?

Jim reía mientras Silvia meneaba la cabeza junto a él en la camioneta, los dos mirando hacia adelante.

Se les había unido en el bar cuando ellos terminaban la cerveza, y Sean había pagado y se había marchado sin decir palabra, con un gesto de despedida y una última mirada a Silvia. Ahora ella le refería incrédula su encuentro cercano con su hermano mayor.

—Desde el momento que me separé de ti en la oficina de Deborah, fue como si me hubiera tragado un alucinógeno sin darme cuenta —decía Silvia—. De pronto tenía puesto un maldito Versace. ¡Y diamantes! ¡Y cinco minutos después estaba tomando una cerveza con Sean! —La forma en que meneaba la cabeza y gesticulaba hacía reír a Jim a carcajadas—. ¿Y sabes qué es lo más delirante de todo? Que verte llegar fue lo más tranquilizador que pudo pasarme, como volver a la normalidad. ¡Cuando sólo un mes atrás verte llegar a recogerme no podía ser más que un sueño!

—Lo cual te demuestra que nada está escrito en piedra.

—¿Ves? ¡Te has puesto filosófico! ¡Todavía me dura el efecto del alucinógeno!

—Que te den.

—Bien, ése eres tú. No estoy alucinando.

Como pasarían su última noche juntos en la famosa gala, ese miércoles decidieron no salir a cenar y pasar la velada solos. El ama de llaves les había dejado la cena lista. Antes de tender la mesa en el deck, cambiaron sus ropas por lo que se habituaran a vestir cuando estaban juntos en la casa: un vestido playero para ella, y traje de baño y una ligera camisa de mangas cortas para él.

Silvia salía con platos y copas y vio que Jim encendía tres velas en la mesa. Se detuvo a contemplarlo cubrirlas con delgadas pantallas de cristal. ¿Cómo se suponía que le dijera adiós en dos días? ¿Cuándo volverían a encontrarse? Se obligó a sonreír para ir a su encuentro. Él la ayudó a acomodar lo que traía y la tomó en sus brazos.

—Mierda, mujer, te echaré tanto de menos —le dijo al oído—. Esta casa parecerá un maldito cementerio sin ti.

Ella forzó una risa breve. —Ponte más romántico y tendré que llamar a mi nuevo mejor amigo.

Jim la enfrentó con sonrisa triste y enredó los dedos en su cabello antes de besarla

No habrían podido evitarlo aunque hubieran querido. Las manos de Silvia treparon a entenderse con los botones de la camisa de Jim, que dejó que sus manos se deslizaran más allá de las caderas de ella.

—Cena —musitó Silvia, cerrando los ojos al sentir que Jim alzaba su vestido.

—Microondas —replicó él, los labios contra su cuello.

Retrocedió sin soltarla y la guió a una reposera, donde la hizo recostarse. Silvia olvidó respirar por verlo desnudarse frente a ella, su cuerpo recortado contra las luces de la piscina, que llenaban el deck de líneas doradas cambiantes. Ni siquiera advirtió que su mano se tendía hacia él, reclamando y suplicando al mismo tiempo.

Jim no la tomó, pero se acercó para permitirle acariciarlo antes de tenderse sobre ella, disfrutando su gemido sofocado cuando se hizo lugar entre sus piernas. Desató los breteles del vestido mientras las manos de Silvia remontaban su espalda, en dirección opuesta al escalofrío que le provocaron. Entonces ella cerró los ojos con un suspiro agitado, descansando ambas manos en el respaldo por encima de su cabeza. Jim apretó los dientes, porque aquella inusual muestra de entrega amenazaba cualquier intento de autocontrol.

Silvia lo dejó hacer lo que quisiera, maravillándose al comprobar una vez más cómo conocía la forma exacta de derribar todas sus defensas e inhibiciones.

Él alimentó su deseo en la respuesta de Silvia. La empujó y la retuvo, la hizo suspirar y gruñir, protestar y gemir, recordándole cada centímetro de su cuerpo. Le negó a la tristeza toda oportunidad de opacar el placer, arrastrando a Silvia a sensaciones crudas, lejos de la melancolía que ella hubiera preferido para esa noche.

Provocó sus labios anhelantes y atizó la llama de sus ojos ávidos, profundos, incapaces de apartarse de él. Dejó que el viento creciera y la lluvia barriera la arena y las olas se abatieran sobre la playa, desatando cuanto se agitaba en su corazón. Y ella se abrió para dar la bienvenida a aquella tempestad, se envolvió en ella, sumando su propio fuego a esa combinación explosiva que nadie en su sano juicio habría probado.

Pero ella no le temía. Cabalgaba en el torbellino, se sumergía en el vendaval, saciaba su sed en la borrasca. No permitía que la tempestad menguara, ofreciéndose entera, permitiéndole tomar cuanto él precisara para alimentar la hoguera que colmaba su alma de música, placer, palabras, vértigo. Se entregaba gustosa, olvidada de cuanto no fuera él, allí, en ella.




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