Sin Retorno

144. Alfombra Roja

Sean salió de su edificio a esperar a Jim todavía pensando en lo que Jo le contara antes de irse a su cena con los inversores. Había tenido razón al calificar el accidente de Fay de desgracia afortunada, y coincidía con ella en que el plan de Silvia era sensato y realista. Conociendo a su hermano, tres meses eran más que suficientes para que dejaran atrás la luna de miel y supieran si querían seguir juntos.

Sonrió para sí mismo. Iba a ser divertido.

Jim llegó pocos minutos después, y Silvia se apresuró a pasarse al asiento posterior. Sean subió al auto a tiempo de escuchar que su hermano mandaba a Deborah al infierno. Jim cortó jurando y resoplando y le tendió su teléfono a Silvia antes de volver a arrancar. Deborah llamo de nuevo en cuestión de segundos y Sean volvió a sonreír al escuchar que Silvia atendía. Excusó a Jim porque estaba conduciendo y respondió un par de preguntas en su tono más inocente. Deborah no volvió a llamar. Esos dos ya habían aprendido a trabajar en equipo para sacársela de encima.

Jim condujo hasta la esquina del lujoso edificio donde se realizaba el evento. Allí se apeó para que un valet lo reemplazara tras el volante y fue a sentarse al asiento posterior con Silvia.

—No te apresures a bajar —le dijo en voz baja—. Aguarda a que aleje a los fotógrafos y Sean te llevará con Deb. Regresaré contigo tan pronto como pueda.

Silvia asintió estrechando su mano y respirando hondo, atisbando por la ventanilla con expresión aprensiva. Allí adelante, acercándose conforme la línea de limusinas y autos de lujo avanzaba, veía la multitud en la acera, tras vallas custodiadas por docenas de matones.

El acceso al edificio parecía diseñado especialmente para esa clase de eventos, con un amplio espacio al aire libre que iba de la acera a las puertas de acceso, y que los potentes reflectores iluminaban como si fuera pleno día. Allí había lugar de sobra para una alfombra roja asediada por incontables cámaras y reporteros.

Jim ya le había explicado lo que harían, pero más que calmar sus nervios, los había alimentado al borde del terror. El corazón le latía en la garganta cuando el auto se detuvo.

—Tranquila —le susurró Jim besando su sien—. Vas a estar fantástica, como siempre.

Silvia lo enfrentó forzando una sonrisa fugaz. Jim besó su mano y bajó del auto. La multitud enloqueció al verlo aparecer, seguro y sonriente. Sean se apeó mientras Jim saludaba con la mano en alto. Silvia vio que su portezuela se abría y Sean le tendía una mano para ayudarla a salir. Ella procuró recordar lo que hiciera en la inauguración de la disco: tratar de no tropezarse con sus propios pies y actuar con tanta naturalidad como pudiera. A pesar de todo, aceptar la mano de Sean le provocó un escalofrío. Lo que la distrajo de su terror fue ver venir a Deborah vistiendo el infame vestido dorado que le hiciera probar el día anterior. Y tenía que reconocer que no sólo le sentaba de maravillas, sino que también se movía con la gracia de una reina.

Sean sonrió para sí mismo por tercera vez al ver a Silvia con la ropa que Jo le había descrito. Sí, tenía un aire definitivamente piratesco, y le sentaba muy bien. No le costaba imaginar lo que estaría pensando Deborah en su suntuoso vestido, pero la verdad era que el estilo que Silvia escogiera para esa noche iba perfecto con el de los Robinson. Al fin y al cabo su gran concesión a la etiqueta era camisas en lugar de camisetas y sacos sport en vez de chaquetas de cuero, pero no habían renunciado a sus jeans gastados y sus botas.

Jim aguardó que su hermano dejara a Silvia con Deborah y se le uniera. Entonces se acercaron juntos a las vallas que contenían al público para firmar autógrafos y tomarse fotos con la gente.

Deborah guió a Silvia a un costado, cerca de la alfombra roja, negándose rotundamente a admitir que Silvia se veía mucho mejor que con cualquiera de los vestidos que la obligara a probarse.

Había escogido una blusa blanca de escote bajo y ceñido, que dejaba sus hombros al desnudo. Las amplias mangas comenzaban bajo las axilas y se acampanaban hacia los puños, rematados en una multitud de encajes blancos. Sobre la blusa llevaba un corset negro hasta las caderas, ceñido sólo lo necesario para moldear su cintura. Terminaba bajo el busto, sosteniéndolo y convirtiendo el atrevido escote en el foco de atención. El amplio sacón negro caía abierto hasta las caderas de sus pantalones de cuero negro, ajustados hasta mitad de sus muslos para luego bajar rectos a cubrir sus botas, de tacones altos pero anchos, que le ahorrarían torceduras de tobillo tan dolorosas como vergonzosas. Se había recogido el cabello con un rodete flojo, dejando que un par de mechones cayeran a enmarcar su cara, que no lucía una gota de maquillaje más allá de lo estrictamente necesario y discreto. No llevaba ninguna joya, y el único accesorio eran los pendientes de plata, largos y delgados, rematados en pequeñas estrellas.

—¿Cuánto más? —murmuró Silvia, una sonrisa pegada a sus labios.

—Depende de Jim —respondió Deborah en el mismo tono—. Respira hondo y sigue sonriendo.

Jim no se demoró mucho más con la gente, y a Silvia le temblaron las piernas al verlo regresar con Sean. Porque todos los ojos y todas las cámaras lo seguían a él, y ahora los estaba dirigiendo hacia ella. Un millón de flashes destellaron cuando Jim le tomó la mano, guiándola en aquel brillo enceguecedor hacia la temida alfombra roja. La primera en toda su carrera que Jim recorrería llevando a una mujer de su mano.




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