Sin Retorno

145. Una Vieja Amiga

La alfombra roja terminaba en la elegante entrada del edificio. Cuando cruzaron las puertas, Deborah los esperaba en una amplia recepción repleta de reporteros, cuyos empleadores habían pagado un extra para garantizarles más y mejor acceso a las celebridades. Silvia vaciló al ver la nueva horda de cámaras y micrófonos.

—Deja que Jim se encargue —le dijo Sean señalando el otro extremo de la recepción.

 Jim la miró fugazmente y asintió antes de seguir a Deborah, tragándose la risa porque Silvia no sabía qué pesadilla era peor: enfrentar a la prensa o quedarse sola con su hermano.

Ella volvió a estremecerse cuando Sean descansó una mano en su espalda para guiarla entre la gente. Sin embargo, apenas habían dado un par de pasos cuando oyeron que alguien tras ellos llamaba:

—¿Silvia?

Se volvieron sorprendidos y vieron una mujer que se apresuraba a su encuentro.

—¿Cecilia? —exclamó Silvia incrédula.

La expresión de Sean era un retrato perfecto del villano sorprendido cuando las vio abrazarse riendo alegremente.

Jim no las vio, ocupado con los reporteros que Deborah no dejaba de enviarle. Hasta que el infrarrojo de Deborah le advirtió que Jim estaba a punto de dar media vuelta y largarse, o golpear a un periodista. Un momento después dejaban juntos la recepción y se dirigían al enorme salón de baile donde se realizaría la cena.

En la mesa que les asignaran sólo hallaron a Sean, que intentaba conversar con un influencer sin ceder a sus impulsos asesinos de acogotar al presumido.

—¿Dónde está Silvia? —inquirió Jim mirando alrededor.

El mentón de Sean apuntó hacia la primera fila de mesas, frente al estrado desde donde darían los discursos obligados de toda beneficencia.

—Se fue con una amiga. Está por allí, haciéndole reverencias a Stewie Masterson y Ray Finnegan.

Deborah lo enfrentó boquiabierto. ¿Silvia estaba con los organizadores de la gala?

Jim palmeó la espalda de su hermano divertido. —¿Celoso? Ya regreso.

Se abrió paso entre el creciente número de famosos y pronto divisó a Silvia, platicando con una mujer y dos hombres. No pudo evitar sonreír. Le encantaba verla así, tan animada, interactuando con otros con esa naturalidad innata suya. Su expresión se iluminó al descubrirlo acercándose.

Un momento después le presentaba nada menos que al rey del rock y al mejor guitarrista americano vivo. Y a una mujer que hubiera podido pasar por su hermana mayor. De ojos azules y cabello oscuro como Silvia, cuatro o cinco años mayor, vestía jeans, una blusa negra y un chaleco largo de corte antiguo, que junto con las botas bucaneras a la rodilla, lo hizo pensar en piratas como la ropa de Silvia.

—Si tú eres quien le enseñó inglés a Silvia, estoy en deuda contigo —sonrió Jim, estrechando su diestra—. Jamás la hubiera conocido sin tus lecciones.

—Jim Robinson, acabas de ganarte el Romeo de Oro —rió Cecilia—. Estamos a mano, por el excelente show que dieron en Ciudad de México en abril.

—¿Estabas allí? —preguntó Jim sorprendido.

—Sí, era nuestra noche libre entre shows, nuestro productor quería verlos en vivo y acabamos yendo todos con él. No puedo decir que fue el mejor show que vi en mi vida, porque su majestad aquí se me ofendería. —La sonrisita circunspecta de Masterson los hizo volver a reír—. Pero puedo arriesgarme a decir que está segundo entre los cinco mejores.

—Si sólo nos gana Slot Coin, no es derrota sino un honor. Pero no recuerdo que tuviéramos invitados argentinos en el VIP al costado del escenario.

—Porque ése no es lugar para ver un concierto de rock. Estábamos en el campo, como corresponde.

Jim se volvió hacia Silvia. —¿Estás segura que son antiguas vecinas y no hermanas perdidas?

—Es porque son las dos de ese pueblo patagónico —intervino Finnegan—. Un lugar tan especial debe afectar el temperamento.

—¡Ya lo creo! —asintió Jim—. ¡Vaya lugar!

—¿Conoces Bariloche? —preguntó Cecilia con una mirada apreciativa.

—Estuve hace tres semanas, justo a tiempo para helarme el trasero con la última nevada del año. ¡Y pocos días después estaba pescando en traje de baño! Es un lugar increíble.

—Jovencito, acabas de meterme en problemas —terció Masterson con toda su calma.

La fresca risa de Jim contagió a todos. —¿Con una argentina? ¡Bienvenido al club!

—Aguarda, dijiste Jim Robinson? —inquirió Masterson, y se volvió hacia Cecilia—. ¿Jim, como tu gato?

Cecilia asintió riendo. —Sí. Mi hijo es fan de tu banda.

 

—¿Es un gato negro? —preguntó Jim divertido—. Porque no me gustaría que le pongan mi nombre a un Garfield gordo y perezoso.

—Negro, sí. Y un tirano controlador —respondió Masterson, suspirando como quien quisiera olvidar algo.




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