Sin Retorno

157. La Verdadera Libertad


**Atardecer en Los Ángeles**

La música a volumen creciente despertó a Silvia. Le tomó un momento reconocer la canción de Depeche Mode, Personal Jesus.

El sol se ponía y estaba sola en la cama, entre sábanas que olían a flores, bajo un acolchado gordo. Jim se había marchado para permitirle descansar, porque había quedado a la vista que no lo haría mientras él estuviera allí.

Se había dormido profundamente, exhausta, y ahora le costaba desprenderse de la sensación de que todavía estaba soñando. Pero no, estaba despierta. En el Cenicero, su nuevo hogar. Y esa música debía ser un teléfono sonando. No el suyo, ella jamás hubiera usado esa canción de ringtone.

Siguió la música hasta la otra mesa de noche, donde encontró un teléfono nuevo en su caja abierta, con un moño rojo. Rió de buena gana al tomarlo y ver que quien llamaba estaba agendado como Mi J Personal.

—¡Hola! ¡Estás despierta! —saludó Jim con acento animado cuando Silvia atendió, todavía riendo.

—En realidad me despertó tu llamada. ¿Qué hora es? Ya está anocheciendo.

—Hora de la cena en esta tierra civilizada. ¿Quieres que nos quedemos en casa, sólo tú y yo? ¿O prefieres salir a cenar con los chicos?

—¿Qué harías si yo no estuviera aquí?

—Es sábado por la noche. Eso significa pastas en lo de Massimo, y luego, quién sabe.

—Ése es el restaurante italiano que le gusta a tu hermano, ¿no?

—El mismo.

—Entonces vamos a comer pasta, y luego, quién sabe.

—Me gusta cómo piensas, mujer. Pasaré por ti en cuarenta minutos. Te alcanza para levantarte, ¿verdad?

—Envíame la dirección, nos encontraremos allí.

—¿Qué?

—Necesito empezar a moverme sola, Jim.

—Vamos, mujer, no…

—Prometo llamarte si me extravío.

Silvia lo oyó rezongar en voz baja y aguardó.

—De acuerdo, tómate un taxi, es a diez minutos de tu apartamento. ¿Puedes llegar en una hora?

—Por supuesto.

—Muy bien. Estaré allí. Y llámame si…

—Te amo.

Silvia cortó porque ya no podía contener la risa. Le encantaba que Jim fuera tan protector. La hacía sentir segura para aventurarse sola, porque sabía que él estaría a su lado a una palabra suya. Tal como siempre había estado, desde que se conocieran. Tal vez era una contradicción absurda, pero poder contar con él en todo momento la hacía sentirse libre.

Antes de irse, Jim había traído su equipaje al dormitorio, dejándolo a los pies de la cama, de modo que sólo precisó tenderse boca abajo y tender un brazo para procurarse su tablet.

¿Cuál sería la primera canción que escucharía en el Cenicero?

La lista de reproducción de No Return resultaba tentadora, pero necesitaba algo tranquilo. Algo para comenzar su nueva vida sin prisas, con paso seguro, saboreando cada momento.

La voz cálida de Sarah McLachlan llenó el apartamento como un susurro aterciopelado, mientras Silvia se levantaba y tendía la cama. Se dirigió al baño con la tablet, deteniéndose en la sala para disfrutar la vista de la ciudad en la noche que se cerraba, canturreando para sus adentros.

Cerró la puerta del baño para abrir la ducha, dejando que el resto del apartamento se sumiera en un silencio sereno.

 

 

Entró al restaurante apresurada, temiendo llegar tarde, pero le cortó el paso un hombre voluminoso, en un adusto traje negro con pajarita en vez de corbata.

—¿Su reserva, señorita? —preguntó con acento severo.

Silvia frunció el ceño. ¿Cuántas mujeres se presentarían cuando los músicos cenaban allí, jurando que uno de ellos las esperaba? Mala suerte que ésa era exactamente su situación.

—Buenas noches, vengo a reunirme con el señor Robinson —dijo, lamentando que su voz no sonara tan firme como hubiera querido bajo la mirada escrutadora del hombre—. Me refiero al señor Jim Robinson.

Su aclaración hizo que el hombre alzara las cejas, como diciendo: “Claro, por supuesto.”

Silvia alzó un dedo para que le diera un momento y revolvió su bolso en busca del teléfono nuevo, para llamar a su Personal J. Lo estaba sacando cuando vio que la expresión del hombre se vaciaba de escepticismo, los ojos fijos en algo o alguien tras ella.

—Gracias, Massimo, está bien —dijo una voz inconfundible a sólo un paso de Silvia.

Ella se volvió forzando una sonrisa para enfrentar a Sean. Él la saludó con uno de sus cabeceos parcos y volvió a enfrentar al hombre.

—Su nombre es Silvia —agregó, frío y distante—. Recuerda su nombre y su cara, porque es la novia de mi hermano.




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