Las despedidas son dolorosas, es difícil dejar atrás la vida que conocemos. Lo supe desde el momento en que Julia Montenegro de Gómez y Juan Pablo Gómez me dejaron sola en este mundo. ¿Acaso estaba destinada a perder a las personas que amo?
¿Ser madre? Nunca había pensado seriamente en ello, al menos no para un futuro cercano. René y yo nunca habíamos tocado el tema de tener hijos; tal vez porque ambos estábamos enfocados en nuestras carreras profesionales y no lo veíamos como una prioridad. Sin embargo, la noticia de mi pérdida me dejó con un profundo dolor e incluso sentía culpa por no haber hecho más para protegernos.
Me hallaba en un estado de sopor, absorta en mis reflexiones. Me negué a abordar el asunto. Mi raciocinio flaqueó y mi determinación era inexistente. Solo podía conciliar el sueño con la administración de los ansiolíticos; durante el resto del día permanecía fija, ante aquel punto, una ventana sellada dentro de esa estancia recubierta por paredes blancas.
En mi mente consideré la posibilidad de abrir aquella ventana y escapar. La palabra “escapar”se repetía insistentemente en mi cabeza. Perdí la cuenta de las veces que lloré, ya fuera sola o acompañada. Me sentía completamente desolada y sin fuerzas para seguir adelante.
Una tarde, Patricia apareció ante mí y me sorprendió gratamente con su amable sonrisa característica. Me ofreció una solución viable a mis problemas y aunque no tenía muchas opciones, decidí tomarla para alejarme del dolor que me aquejaba.
Amaba profundamente a mis amigos, y en particular a René de una forma que nunca imaginé; a pesar de ello, la carga que llevaba sobre mis hombros era abrumadora. No esperaba comprensión completa por parte de ellos, ya que solo alguien experimentando mi misma lucha podría entenderla plenamente.
Le solicité a la enfermera de guardia, que me asistiera en notificarles personalmente a cada uno para que se acercaran a mi habitación. Lo que no pude expresar verbalmente, decidí comunicarlo mediante tres cartas dirigidas a las personas más significativas en mi vida.
El primero en ingresar fue Andrés, quien no pudo contener su llanto desde el momento en que me vio. Después de al menos diez abrazos y una promesa de volver, le entregué la carta. Con un gesto triste, la aceptó.
Emilia demostró mayor receptividad y entendimiento, hacia mi necesidad de tiempo para superar todo lo que cargaba en mi interior. Le agradecí sinceramente por no juzgarme y le entregué el sobre.
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Al caer la noche, René entró con un ramillete de girasoles. Aquello me conmovió profundamente, pues él nunca perdía la oportunidad de obsequiarme algún detalle; una de las muchas cosas que admiraba en su persona.
—Las vi y pensé en ti, preciosa— me las dejo en mi regazo.
—Gracias— le ofrecí una débil sonrisa
—Me comentó la enfermera que has solicitado mi presencia— dijo con un atisbo de esperanza.
—Así es, quiero agradecerte todo lo que has hecho por mí— Busqué su mano— Estos meses a tu lado me han confirmado que la persona ideal llega en el tiempo correcto— Me miraba confundido— He tomado la decisión de asistir a una clínica para recibir terapia.
—Eso es genial mi amor— Apretó mi mano— Te apoyo en todo lo que quieras hacer.
—La clínica está lejos de aquí— Separó nuestras manos— Me iré sola para internarme— Tapó su boca— Necesito alejarme para sanar, necesito tiempo para reconstruirme.
René se echó a llorar. Si algo había aprendido de él desde que lo conocí, es que rara vez mostraba su lado vulnerable. Pero, conmigo, era tan espontáneo y genuino que me dolía hacerle llorar. Él no merecía alguien a medias, alguien sin ganas de luchar cada día y con el corazón latiendo sin razón aparente.
Tal vez estaba siendo egoísta, por no tomarlo en cuenta en mi decisión. No obstante, esperaba que algún día pudiera enmendar el dolor que le estaba causando en ese momento.
—Te amo tanto mi hada— Se acercó y me ofreció un abrazo que acabo con la poca cordura que tenía.
—Te amo hechicero— Un sollozo se escapó de mis labios.
—Te esperaré el tiempo que sea necesario— Sus lágrimas se mezclaban con las mías— Eres el amor de mi vida, no lo olvides.
Antes de partir, le entregué la misiva y recibí su último beso antes de que se alejara. Sentí un dolor agudo en el pecho, como si hubiera sido golpeado repetidamente con un objeto contundente hasta quedar exhausto. Esta sensación era diferente a la decepción amorosa común; no me marchaba debido al desamor, sino porque amaba profundamente a René. Por ende, la despedida resultó aún más dolorosa.
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A la mañana siguiente, Patricia llegó por mí a primera hora. Deseaba irme de una vez por todas; aunque eso significara no ver, por un tiempo, a las personas más importantes de mi vida.
Cuando estaba subiendo al asiento del copiloto, el chirrido de los neumáticos de un auto me hizo girar. De él se bajaron a gran velocidad Andrés y René. Me atraparon en un cálido abrazo, cargado de sentimientos y emociones.
—Te amamos— dijeron al unísono.
—Y yo a ustedes— Me separé, pero René tomo mi mano, y depósito en ella algo que no sabía que hasta ese momento necesitaba.
Entre de una vez por todas, no mire hacia atrás hasta que salimos del estacionamiento. Ellos seguían allí, tan firmes como una roca. Estaba agradecida con Dios por enviarme a dos ángeles llenos de energía para cuidar de mí.
Luego de 20 minutos, Patricia curiosa me preguntó que llevaba en la palma de mi mano.
—Este collar tiene una historia increíble— le dije
—¿Puedes contarla? Tenemos 2 horas de camino hasta llegar a nuestro destino— Asentí.
Así fue como transcurrió nuestro tiempo. Por un momento, olvidé todo lo malo mientras relataba lo que significaba el collar de herrería, para nosotros dos. De alguna forma, llevarlo conmigo me daba fuerzas para el nuevo proceso que se avecinaba.