Una vez en medio de un campo sin nombre, sin que nadie pusiera semilla alguna y con tan solo la pequeña chispa de vida que brinda la lluvia, emergió el retoño de un árbol. Desde el principio se le vio fuerte y en pocas semanas el frágil tallo se convirtió en un fuerte tronco y extendió sus ramificaciones a los cielos como saludando a la inmensidad. Pronto, fue únicamente el árbol lo que se distinguía en el horizonte, una imponente atalaya de madera cuya copa frondosa tocaba incluso las nubes del cielo.
Fue una vez crecido el árbol, que pequeñas criaturas encontraron un hogar allí. Primero fueron los insectos que hicieron nido en su base y se alimentaban de las hojas más bajas o de la hierba que crecía a su alrededor. Luego llegaron las pequeñas aves que asentaron nido en las ramas más bajas de la copa, usando pequeños retazos de madera que extraían del mismo árbol las criaturas construyeron el lugar donde se criaría su progenie. Los últimos en establecerse fueron los pequeños mamíferos, aquellos que tenían la habilidad de escalar por el tronco y con sus garras lograr escarbar la corteza para establecer morada.
Por mucho tiempo fue aquel un ejemplo de vida, el árbol se imponía como un castillo inmenso en la verde pradera, las ramas se extendían en un abrazo hacia el firmamento y la copa cubría tanto el cielo que, visto desde abajo, tan solo se podía distinguir una delgada línea de rayo de sol atravesando el follaje que inundaba el suelo de un mar de luz verdosa. De noche tan solo se perfilaba su sombra gigantesca en el horizonte y, junto al sonido armonioso de las hojas moviéndose al viento, la luna le cubría de un halo que le daba aspecto angelical. Fue el albergue de generaciones y generaciones de seres vivos, tanto que la gente que solía pasar por la pradera le había establecido como centro de miles de leyendas, algunas que lo ponían de personaje protector de aquellas tierras e incluso otras como centro de donde se había originado la vida en general. Y así como hubo incontables historias de su origen también las hubo de su posterior caída.
No se sabe que llevo al árbol abajo, cuando ya hubo cumplido un tercio del segundo siglo de su vida. Muchas historias contadas después dicen que un rayo atravesó las nubes y arremetió en su contra como un gesto de envidia divina. También se cuenta que fue tanta la vida que absorbió del suelo que la misma tierra quedo inerte llevándolo a su vez a la decadencia. Sin embargo, el relato más creíble es aquel donde sus propios habitantes fueron quienes lo llevaron a su caída. Tanta fue la vida que allí se crio que el árbol no pudo mantener el sustento. Las primeras en irse fueron las aves, que en su huida pintaron el cielo de negro dispersándose en mil direcciones distintas, luego los pequeños mamíferos que fueron vistos atravesando la pradera moviendo sus pequeñas patas como si escaparan de alguna suerte de apocalipsis. Los insectos allí se quedaron cuando el follaje de antaño no era más que una sombra amarillezca de hojas frágiles, allí se quedaron y allí murieron cuando las raíces cortas y débiles dejaron caer su mundo sobre el césped.
Hoy no hay más que el inmenso tronco que se extiende enterrado en el suelo sin vida, ni siquiera un rastro de madera podrida tan solo la leña que sirve para alimentar las hogueras de las familias de un pueblo cercano.