Sin Sentidos

El Espejo

La caravana avanza lento y las bocinas no se hacen esperar, retumbando a lo largo de la calle mientras muchos de los conductores sacan la cabeza por la ventanilla para ver cuál es la causa del embotellamiento. Mis dedos tamborilean el volante mientras dejo escapar un par de suspiros ¿Qué dirá mi jefe cuando me presente media hora tarde a la oficina? Ya me ha pasado esto otra vez, y aquella fue porque unos manifestantes tomaron la ruta que conecta mi casa con el trabajo. “Una falta más y anda buscando otro laburo” me había dicho, y ahora esto. Sigo rítmicamente golpeando los dedos contra el volante, y veo como un hombre me devuelve un rostro ceñudo en el reflejo del retrovisor.

No hizo falta ni siquiera que mi jefe se asomase al cubículo. Como autómata me dirigí directo a su oficina, como la presa que para evitar la fatiga de la caza se entrega a las fauces de su depredador. No hace falta siquiera mencionar las palabras dirigidas a mí, casi profetizadas durante el embotellamiento. Ahora camino lentamente por la calle, disfrutando como puedo del barullo matinal.

- No te mereces eso ¿sabes no? – me dice el hombre en la vidriera del local de electrodomésticos frente a la oficina – No fue tu culpa, yo que vos voy allá y le reclamo que me pague el día y una compensación por haberte tratado de esa manera.

-No…no- le digo un poco asustado ante su habitual cólera por aquellos asuntos triviales – llegue tarde, es justo que solo me haya descontado un día. Habría sido peor quedarme sin trabajo.

-Vos siempre tan buenudo, con razón te tratan como te tratan.

Me alejo del local y camino calle abajo, me vendría bien un poco de café como para pasar el mal trago. En la vereda el habitual espectáculo de la decadencia desvía mi atención, indigentes acostados en sombreados rincones piden a viva voz un poco de ayuda.  Entre ellos está un viejo conocido, que se encuentra en situación de calle desde hace mucho tiempo. Fue la primera vez en la oficina que lo vi, en aquel entonces el único por aquella parte de la ciudad; me incline a darle unos pesos y el me agradeció con la sonrisa más sincera que alguna vez pude ver. Desde ese día siempre me saluda con la misma sonrisa y mientras le paso algo de dinero o bien comida, el me pregunta sobre las noticias, los deportes y no le falta momento para dar su opinión de algún evento político o social que se de en el mundo.

Hoy como todas las veces que paso, me acerco al hombre que nuevamente responde alegre a mi gesto. Pero esta vez no es el único, escucho los reclamos de los necesitados cuando solamente soy caritativo con él. “Nosotros también necesitamos” “Sos una persona horrible” “Yo también estoy pasando por hambre” son algunos de los tantos reclamos que llegan a mis oídos, trato de dividir el dinero que traigo conmigo para cada uno de ellos y finalmente cuando me libero de todos mi billetera queda totalmente vacía.

-Un café por favor, con un par de facturas- le digo a la mesera detrás de la barra, mientras detrás de ella escucho nuevamente gritos:

-¿Y ahora? Ni un peso te quedo por hacerte el bondadoso. Esa tarjeta que vas a usar para pagar esta saturadísima, me parece que no te la van a aceptar.

El café me reanima un poco y las facturas no han estado del todo mal. Tomo el diario que está en la barra y  me relajo en la silla mientras leo la sección deportes. Minutos después la mesera se acerca para pasarme la cuenta y le entrego mi tarjeta de crédito.

-Disculpe pero esta tarjeta no tiene margen, ¿tendrá otra para abonar o el dinero en efectivo?

- No… no tengo nada más.

- ¿Y cómo piensa pagar? ¿Lavando platos acaso? Mire que tenemos gente que hace eso.

- Yo… yo tengo que volver al trabajo. P-pero pasó más tarde y te dejo la plata…

-¿Sabe qué? Retírese – me dice la mujer que empieza a perder la paciencia- Lo tendré que pagar de mi bolsillo, y espero que no tenga la cara para volver aquí a pedir algo.

-Yo… yo te voy a pagar todo…

- ¡Salga!

Risas estridentes marchan a mi lado procedentes de cada una de las vidrieras de los negocios, hacen eco y me dejen aturdido y siento como si estuviera yo marchando al ritmo de las carcajadas hacia una guerra con resultado de derrota asegurado. No presto atención a los gritos de los vagabundos cuando paso una vez por la cuadra donde se recuestan, tan solo mantengo el paso hasta llegar a la oficina y encerrarme en el cubículo. En movimientos autómatas tipeo números en mi computadora y en este estado me mantengo alrededor de una hora o dos horas sin parar.

En el camino de vuelta a mi casa las calles se encuentran vacías, el viento se cuela por la ventanilla del conductor y por un momento me dejo llevar por la velocidad, el asfalto que se convierte en ráfaga grisácea y el paisaje de costado que tan solo son flashes, como fotogramas que pasan a alta velocidad por mi lado. No se escucha nada, ni risas ni gritos, únicamente el ruido del motor que se mantiene en una melodía armónica.




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