Allá lejos en la montaña una vez vivió un viejo. Recluido de la sociedad vivía el hombre y se auto mantenía mayormente con la naturaleza que convivía junto a él cerca de la pequeña cabaña, y además le era de ayuda la pequeña huerta que se había instalado. Raras eran las veces que bajaba al pueblo que se ubicaba en la falda del monte, generalmente lo hacía para vender sus alimentos y de paso poder comprarse algún licor de aquellos que le fascinaban. Pero más que nada el viejo bajaba porque era solicitado por la gente del pueblo.
El viejo era muy popular entre los habitantes ya que se decía que conocía artes secretos de curación, y muchas veces cuando los médicos no podían dar con la solución de una enfermedad, el aparecía en escena y se llevaba al doliente para su hogar. Pasados días la persona volvía totalmente recuperada. Así fue que muchos casos de parálisis, miedos, trastornos mentales y otros malestares eran curados por el viejo y su extraño poder.
Corría el rumor de que el viejo no solo usaba las hierbas que crecían allá en el monte sino que era la misma montaña quien le daba el poder para curar a los desvalidos, como si el viento que corría allá arriba le susurrara al oído las plegarias que debía recitar en orden de aniquilar los males. También esto, según la gente del pueblo, explicaba su extensa longevidad porque los mayores del pueblo que en un tiempo fueron niños, recuerdan las historias del anciano curador de la montaña que les contaban sus padres e incluso le habían visto en sus raras visitas y en todos los años que habían pasado no había cambiado ni un ápice.
Numerosos eran los casos donde el hombre había intervenido en auxilio de equipos médicos, como el caso del niño de la familia Chauque que una mañana había amanecido con una fiebre delirante que el centro de salud del pueblo no pudo responder. El anciano había bajado como lo hacía en los momentos que debía vender su mercancía (verduras de su huerta y artesanías hechas en cuero), y fue cuando daba un paseo por el pueblo, en busca de algo que pudiera llevarse de nuevo a la montaña, que dio con la familia desesperada. Inmediatamente les ofreció su ayuda y en una hora, tras un par de preparativos, la familia subía por una de las laderas de la montaña.
Pasados cuatro días y cuatro noches que la familia bajo finalmente. El pueblo había pasado aquellos días en completa expectativa, día y noche mirando hacia una de las caras del monte como buscando algún signo de vida humana o simplemente observando el cielo rogando no ver una estela que indique que el niño había partido para aquel reino. No fue sorpresa, entonces, el vitoreo, los gritos de alegría y la multitud que se acercaba a la incrédula familia. Miles de preguntas les llegaron como la fuerte lluvia y ni la excusa que el niño estaba cansado y necesitaba hacer reposo fue suficiente para los pueblerinos que necesitaban una explicación de los hechos acontecidos durante aquellos días.
Mientras la mujer se separaba del tumulto y llevaba a su hijo a descansar, el hombre se quedó y explico a cada curioso cómo había sido aquella experiencias: Habían llegado a rastras hasta la cabaña del anciano, el con la lengua afuera y los pulmones explotándole y el niño a sus espaldas, su mujer había llegado un poco menos cansada pero aun así se le notaba la fatiga mientras que el viejo lucia extrañamente jovial y no le corría ni una gota de sudor por la frente como si aquel ascenso se hubiese tratado de un tranquilo paseo en el parque. Luego, una vez dentro de la cabaña, el hombre les había ofrecido un té con una hogaza de pan y queso que ambos procedieron a devorar, no sin antes recibir la advertencia del anciano de no darle de comer al niño. Inmediatamente el otro partió hacia fuera donde se perdió alrededor de tres horas. Con el sol cayendo en el oeste el anciano regreso con un manojo de plantas, encendió una pequeña fogata ahí fuera y cocino las plantas machacadas en agua hasta formar un potaje espeso. Ese fue el único alimento del niño en los días restantes.
Los tres días que quedaron la familia tan solo participo como espectadora pasiva de lo que pasaba. El viejo les preparaba guisados o carne asada de los animales que tenía en el bosque y el niño quedaba a su cuidado en un cuarto contiguo. Por las mañanas el hombre abandonaba el lugar y emprendía extensas caminatas alrededor de la montaña. Al mediodía volvía y se retiraba al cuarto del niño donde pasaba alrededor de una hora recitando plegarias en una lengua extraña.
Al tercer día el niño se había recuperado, y se lo veía más vital de lo que nunca le habían visto. El viejo lo llevo entonces a recorrer la montaña mientras los padres le esperaban en la cabaña. A la vuelta el niño volvió corriendo entre brincos por las salientes rocosas y abrazo a sus padres a lo que ellos respondieron entre lágrimas y risas. Esa noche durmieron en la cabaña y a la mañana siguiente bajaron, el niño esta vez encabezando la marcha y si bien el anciano les dijo que estaba frágil y necesitaba reposo los padres veían todo lo contrario, aun así siguieron las indicaciones del viejo. Así fue como la leyenda del viejo curador de la montaña se expandió por todo el pueblo e incluso más allá de sus límites. Por otra parte, el niño de los Chauque nunca más volvió a enfermar lo que no hizo más que aumentar la popularidad del anciano.