Sin un adiós

Sin un adiós

Marcos nos había contado aquella historia un centenar de veces. Aún me parece escuchar su voz como si estuviese conmigo en este momento, como si nunca se hubiera ido. Había sido necesario el Apocalipsis o por lo menos aquello que pensamos que era el fin del mundo para que descubriese el amor de Gabriela.

Observo a Sara alejarse junto a su madre. Me saluda con la mano en la que sostiene el trompo. Ya no quedan demasiados niños, pero creo que la humanidad todavía tiene esperanzas. Supongo que por ellos es necesario contar lo que sucedió, para evitar que algo así ocurra nuevamente. Nuestra historia no puede ser olvidada. Los sacrificios no fueron en vano.

Catalogarnos como héroes sería exagerar demasiado, sin embargo, debo reconocer que resistimos lo mejor que pudimos. No me enorgullezco de todos nuestros actos, pero lo cierto es que hicimos lo que estaba a nuestro alcance. Incluso cuando pensamos que todo estaba perdido, resistimos hasta el final.

Me siento junto a su tumba e imagino que ella está aquí, a mi lado. Casi puedo sentirla acurrucándose en mi pecho. Podrá parecer una locura, pero evocar en mi mente a quienes amé y ya no están conmigo, me ayuda a seguir adelante.

No busco que sientan pena por mí. Estoy seguro de que si son supervivientes y están leyendo esto, también ustedes cargan con una historia trágica y deben haber dejado atrás a muchos seres amados. Pero si son como Sara, los hijos de una generación que estuvo a punto de desaparecer, entonces solo podrán aproximarse a la idea de lo que es la verdadera desolación.

Todo sucedió demasiado rápido. Nunca se puede estar preparado para algo así, pero hubiese deseado poder despedirme por lo menos de mis abuelos. Es imposible cambiar el pasado, pero ese día había salido con prisa de casa y no me había sentado a desayunar con ellos como solía hacerlo.

Espero que mis abuelos hayan podido pasar un agradable tiempo conversando. Me gusta imaginar que fueron felices hasta el último aliento exhalado por sus labios. Ojalá que no hayan desperdiciado aquellos instantes antes del final preocupados por nimiedades de la hipoteca o del trabajo. Espero que hayan partido en compañía del amor que se tenían, juntos como estuvieron más de la mitad de sus vidas.

Aquella mañana en la que no me despedí de mis abuelos, después de la fugaz conversación que tuve con Eduardo, fue cuando todo comenzó. Reinaba el silencio como si todas las personas de la Tierra contuvieran la respiración y aguzaran el oído para estar atentos a lo que se aproximaba.

Me quedé inmóvil, incapaz de apartar la vista del cielo que había pasado de un azul radiante al color del miedo. Miles de estrellas fugaces parecían herir el firmamento con líneas de sangre. Una lluvia de meteoros en plena ciudad de por sí no era bueno, pero lamentablemente se trataba de algo mucho peor. Claro que en ese momento yo no lo sabía y aun así el terror nubló mi mente y se apoderó de mis sentidos.

Desesperado, escuché un terrible estruendo que hizo vibrar el pavimento. Miré a mi alrededor y distinguí una nube de polvo que se alzaba a unas cuadras de donde me encontraba. Ese primer impacto fue como el disparo de un cañón que marcó el comienzo de la carrera por sobrevivir.

Los gritos de miedo y de dolor comenzaron a propagarse al mismo tiempo como si se tratase de una película que hasta ese momento había estado en silencio. La gente pasaba corriendo a mi lado como si hubiera un lugar a donde escapar, como si no todo estuviese perdido.

Si no hubiese sido por Marcos y Gabriela, seguramente hubiese sufrido la misma suerte que los millones de personas que perecieron ese día. El polvo se alzaba formando remolinos en el aire y respirar se hacía más difícil después de cada estruendo. Con los ojos entornados y el cuello de la remera como barbijo improvisado, me dirigí hacia el lugar de donde provenían los gritos de auxilio.

Así conocí a Marcos, tratando de salvar a su némesis que pronto se convertiría en el amor de su corta pero significativa vida.

El auto estaba medio prendido fuego, pero aun así traté de encontrar otra alternativa antes de decidir que la opción más rápida era sacrificar la notebook que llevaba en la mochila. Mi computadora quedó destrozada al igual que el vidrio de la ventanilla por donde salió Gabriela.

Solo un ciego habría podido ignorar su belleza, pero solo un loco como mi amigo Marcos hubiese podido soportar sus maltratos y permanecer a su lado. Su relación era explosiva y pasional. No puedo negar que se amaran, pero peleaban y mucho. Todos los miembros de la Alianza buscábamos rápidamente alguna misión o tarea que nos mantuviera alejados de ellos cuando no estaban de buen humor.

—¡Ay, no! Todavía no había terminado de pagar las cuotas—. Parecía estar a punto de romper a llorar por la rabia de que su vehículo estuviera arruinado.

Nunca me dio las gracias por haber roto la ventanilla, ni tampoco a Marcos, quien se había hecho unos profundos cortes en los brazos con los vidrios rotos para que ella pudiese escapar ilesa.




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