Síndrome de estocolmo

Capítulo 8.

Mis párpados dolían, aunque estaba volviendo a tener consciencia, no podía abrir los ojos.

Con mis dedos me refregué los ojos y de a poco los fui abriendo. Lo primero que ví fue una cuna de bebé, con lentitud y mucho trabajo pude quedar en pie, la cama en la que estaba era de dos plazas, había una sola ventana detrás de mí y unas dos cómodas que debían tener ropa.

Caminé por delante de la cama para ver la cuna, no había un bebé dentro, seguí mi camino hacia la puerta, por un momento se me pasó por la cabeza que podía estar cerrado, pero no, salí lo más silenciosa que pude.

Recorrí el pasillo hasta que llegué a la escalera, un llanto de bebé se escuchó, tragué saliva, bajé despacio, esas personas no tenían idea de cómo cuidar a un bebé.

Esperaba que no la hubieran secuestrado como a mí.

En el último escalón me asomé a la izquierda ya que al frente solo había un sofá.

— Calla a esa cría — habló un hombre con fastidio.

— ¡¿Cómo quieres que la calle?! — le respondió una mujer totalmente neurótica.

Por el llanto del bebé podía suponer que le dolía el estómago o alguien no sabía darle palmaditas bien en su espaldita.

La chica dejó al bebé con fastidio en unas mantas sobre la mesa.

¿Qué tipo de madre era?

Salí de mi escondite y llegué al bebé.

— Hola, cariño — él seguía llorando, era un hombrecito, le sonreí, pero no detenía su llanto.

Con mi mano derecha toqué su pecho, llorar tanto le podía hacer mal, se le notaba que tenía problemas respiratorios, lo supe por su respiración bajo mi mano y porque la mujer no le había sacado los mocos, los tenía ahí.

— ¿Qué haces? — escuché su voz.

La ignoré y tome en brazo a su bebé, lo sujete con el brazo izquierdo y con la mano libre tomé una manta para limpiar su nariz, sus ojitos estaban llenos de lágrimas, sus mejillas tenían cosas pegadas.

Lo limpie con cuidado, su llanto se detuvo un poco cuando comenzó a tocar mi pelo.

— Pero mira que lindo eres — tiré la manta en mi hombro tapando mi espalda y puse su cabeza hacia esa dirección, le palme la espalda despacio hasta que sentí un líquido caliente en mi espalda.

— ¿Qué haces aquí? 

— Dejala.

Mi corazón comenzó a latir desesperado y tuve que tragar saliva.

Dejé al bebé sobre las mantas e hice una pelota la manta que había vomitado, de los nervios se me cayó.

Eros me miraba de pies a cabeza, debía verme horrible, era el tercer día con la misma ropa sin siquiera haberme podido dar una ducha.

El problema no era ese, si no que tan solo verlo me recordaba lo que había pasado en el motel, estaba frente a un asesino.

— En la cocina hay comida — dijo la chica.

— ¿Qué pasa? — Victor salió de la cocina.

Sentí un poco nada de paz, estaban todos los idiotas ahí.

— Mel te espera arriba, niña pija.

El chico que había hablado era el que no paraba de tener el ceño fruncido y hace unos segundos había pedido que el bebé dejara de llorar.

Me quedé quieta sin saber qué hacer.

— Ven, chica, sigueme — seguí a la mujer.

No tuvimos que subir las escaleras, pasamos por frente del sofá y doblar a la derecha a lado de la escalera, al fondo había una puerta, ella golpeó, una voz nos dejó pasar, pero solo yo quedé dentro.

El hombre estaba pintando en la pared junto a la ventana del fondo, la única que había, eran plantas, pero como si estuvieran bajo el mar.

— Hola, Ruby — se dio vuelta con una gran sonrisa, estalló a carcajadas al verme — Te ves horrible.

Suspiré con pesar.

— ¿Eres Mel? — asintió aún riendo, se limpió las manos y se sentó en la mesa del escritorio que tenía ahí.

— Seré breve, porque supongo que tienes muchas preguntas — asentí, crucé los brazos — Los que te trajeron mataron a alguien que no debían matar, por eso les pedí que te trajeran. Espera… — rió un poco — a ti, porque eres virgen y a los alemanes conservadores les gusta eso. 

Mis brazos cayeron a los lados.

— ¿Tienes armas? — ladeó su cabeza, pero asintió, sin borrar esa sonrisa — ¿Me das una? 

— No es buena idea que me mates en frente de mí — sus carcajadas me dieron el tiempo para quedar más cerca de él. Casi rozando nuestras rodillas.

— A ti no te quiero matar.

— ¿Entonces a quién? ¿A Victor y Eros? — negué posando mis manos en sus rodillas, las subí un poco hasta sus muslos.

— A mí — noté su respiración un poco más pesada.

— ¿Por qué? — mojó sus labios.

— Porque lo único que estoy haciendo es gastar aire y ocupar espacio.

— ¿Tan poco soportaste estar fuera de tu burbuja? 

— Sí — asentí despacio y me volví a acercar metiéndome entre sus piernas — Y no creo que te sirva — sus ojos preguntaron por qué — No soy virgen — su estúpida sonrisa se borró un poco.

— Eso no es verdad. Me aseguré de eso.

Ahora yo era la que reía con algunas carcajadas.

— Yo sé lo que he hecho. Con un poco de dinero se pueden hacer maravillas. 

Mis brazos quedaron a cada uno de sus lados.

— ¿Me lo podrías probar?

— ¿Cómo? — respondí moviendo mis manos por la mesa del escritorio.

— Tal vez po- — no pudo terminar por el golpe que recibió.

Me tiré hacia atrás aún con la corchetera en la mano, él cayó al suelo tocando su nuca corcheteada y ensangrentada, me dí vuelta con el arma – la corchetera – en la mano, salí corriendo, llegué a la puerta principal, una sonrisa creció en mis labios cuando la puerta abrió sin problemas.

Mi libertad.

Pero claro, se me olvidó lo cabrona que estaba siendo la vida conmigo.

Un perro se me tiró encima, caí al suelo pensando que era el fin de mi vida.

Recorde el final de Hannibal cuando los jabalies se comen a los tipos en esa casona.

¿Así terminaría mi vida?

Pero la baba en mi mejilla me dio la respuesta, mis gritos se detuvieron y miré con los ojos entrecerrados al perro lamiendo mi cara.

 

 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.