Aún recuerdo ese momento en que no lo pensé más y dejé de darle vueltas a esa idea en mi cabeza para hacerla realidad y que dejara de ser solo eso, una idea. Había tomado una decisión y nada ni nadie me haría cambiar de parecer. Ni siquiera me despedí de aquellas personas que habían hecho su mejor esfuerzo por protegerme de algo que afirmaban que no era real, no con palabras, solo con una triste y humedecida mirada mientras dormían, y humedecida no por dejarlos, sino por el suceso que añoraba y el placer que iba a obtener si cumplía el objetivo que me había propuesto.
Me dirigí hacia el baño en punta de pies con la mayor ligereza posible para no levantar ningún tipo de sospechas, parecía que iba flotando en el aire, una vez adentro de él, no recuerdo exactamente la cantidad de veces que confirmé haber asegurado la puerta, fueron tantas que perdí la cuenta, no podía darme el lujo de permitir que alguien me sorprendiera en mi majestuoso acto de liberación. Recuerdo caminar hacia la tina con la mayor tranquilidad posible, mi suerte había sido echada con una moneda que por las dos caras marcaba cruz, sería ahí donde le pondría fin a todo mi sufrimiento. Abrí la llave del agua bien despacito buscando que tuviera la temperatura correcta para poder encontrar confort, introduje un pie delante del otro con absoluta belleza, daba la sensación de estar en la más hermosa de las ceremonias, como un desfile hacia la gloria, me senté suavemente y recosté mi espalda con la más rigurosa fragilidad, como aquella con la que se debería tratar a los pétalos de la más hermosa, fina y delicada flor, y esperé pacientemente a que el agua cubriese parte de mi rostro sumergiendo el resto de mi cuerpo por completo en ella, deslicé suavemente mi firme mano sobre el borde de la tina con cuidadoso tacto, como si acariciara el más perfecto cuerpo dormido con temor a despertarlo, hasta alcanzar la más filosa de las cuchillas que previamente había dejado en ese punto exacto, con la cual le daría una conclusión a lo que para mí era la más perfecta de las sinfonías, de la manera más gloriosa posible. Lo que veían mis ojos en mi mano izquierda no era una cuchilla sino la batuta del más reconocido y famoso director de orquesta, y mi otra mano no era una mano sino un atril, en el que apoyé la batuta que sostenía mi mano izquierda dándole un cierre a la más majestuosa y perfecta de las sinfonías, así fue como abrí mi dispuesta muñeca lo más profundo que pude, hasta donde mis entrometidos huesos me lo permitieron, dejando al descubierto hasta la más tímida de mis arterias. El agua clara y transparente en la que me sumergía se tornó roja en un instante, en menos de lo que dura un parpadeo. Recuerdo perfectamente cómo pasó de ser fresca a cálida, demasiado cálida, quizás por el esfuerzo de mi sangre al intentar con completo éxito apoderarse de ella, y una vez que lo hizo, fue embriagador y reconfortante, como el abrazo de la madre más amorosa y protectora de todas cuando te despide al emprender un viaje. Era mi viaje, el que comenzaba poco a poco, al mismo tiempo que mi cuerpo se iba deshaciendo suavemente de mi debilitado aliento...
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drama psicolgico, conflicto de personalidad, distorsion de la realidad
Editado: 12.10.2021