Sire2123

Capítulo 3 - Frutas

—Piscis, despierta, hermosa.

Ella escuchó el llamado como una persona dentro de una piscina; también captó unos nudillos dando golpecitos contra el cristal. Piscis abrió los ojos y con torpeza enfocó la vista. Vio a Javier, sonrió y nadó con la velocidad de un delfín hacia el cristal.

—Buenos días, Javier.

—Buenos días, Piscis. —Le sonrió con tanta calidez que ella pensó que aún dormía.

—¿Qué haces tan temprano aquí? Espero que no te regañen tus superiores.

—Confío en que no me descubrirán.

Piscis asintió con la cabeza y descubrió la canasta en la mano del hombre.

—¿Qué traes allí? —dijo Piscis, con la curiosidad de una niña.

—¿Esto? —Javier levantó la canasta y la sostuvo con ambas manos. Ella asintió con la cabeza—. ¿Quieres comer?

Piscis lo miró con cara de espanto, negó con la cabeza y nadó hacia la esquina más lejana del contenedor. Tembló, mientras recordaba las veces que cientos de hombres la habían convidado a un bocadillo y luego su cuerpo fue un objeto para ellos. Javier no se extrañó de la reacción, pues ya lo había confirmado en los datos que adquirió de la estación siglos atrás. Javier no inició un interrogatorio estúpido, por lo tanto fue al panel y, luego de bajar la palanca, el agua se drenó por completo en diez largos minutos, los cuales Piscis creyó que moriría del temor. Ella sintió el piso bajo su cuerpo y, tratando de arrastrarse con sus aletas, quedó presa contra una esquina.

«¡¡¡No, no, noooooooooo, no quiero que me lastimen!!! ¡¡¡Tengo miedo!!! —pensó Piscis».

Ella se acurrucó como un ovillo en el piso y tembló. Dio un respingo cuando escuchó la escotilla abrirse, la que unía el contenedor con la sala de observación. Gritó, se cubrió con las aletas superiores al percibir los pasos de Javier y chilló cuando sintió su mano en el hombro.

—¡¡¡No me hagas daño!!! ¡¡¡Por favor, no me lastimes!!!

Javier se sentó junto a ella, dejó la canasta a su lado y rodeó a la pececita con un brazo, pero Piscis seguía llorando a todo pulmón. Javier no se alejó ni un momento; la acompañó en su dolor. Él no la lastimaría de ningún modo. Al cabo de media hora, Piscis se quedó dormida de tanto llorar. Javier se dio cuenta que sus escamas se estaban deshidratando, así que le untó un gel con altos grados de lubricante que nutría más que el agua de un planeta. Se acurrucó a su lado, y, antes de cerrar los ojos, la contempló, dormida.

En esa ocasión, Piscis no pudo comer las fresas y los arándanos que Javier le había traído, pues al despertar, ya flotaba en el agua y él la contemplaba desde el otro lado del cristal. Se llenó de vergüenza por su ataque de nervios y de felicidad, porque Javier jamás haría algo que la perjudicara. Al día siguiente, Piscis nadó hacia el ventanal que los dividía y, ruborizada, le dijo:

—Disculpa mi crisis de ayer, pero ahora sí quiero comer lo que me querías dar. ¿Si puedes?

Javier sonrió y puso la mano abierta en el cristal. Le dijo que sí, pero que antes debía volver a sabotear el sistema de vigilancia. Piscis arrugó la cara de preocupación.

“¿No te atraparán?”.

Javier negó con una sonrisa.

“No, mi reina, nadie se dará cuenta”.

Piscis abrió los ojos lo más que pudo y su pecho latió como jamás lo había sentido. El agua no entraba por su nariz y creyó que la falta de oxígeno la mataría. Vio como Javier salía de la habitación dejándola con mil pensamientos locos en la cabeza.

«Él descubrió que yo era una reina, ¿verdad? —pensó ella—. Él tuvo que averiguarlo, o si no, no estuviera haciendo lo que hizo hace unos días. Él quiere ayudarme y quiere confiar en mí, por eso investigó antes de tratar de sacarme de aquí. Quiere hacer las cosas bien y lo más discreto posible. Como me encanta eso de él. No es ningún impulsivo que actúa con el corazón, tal vez sí lo hace, pero con meticulosidad, y eso hace que de verdad me enamore por completo de él. Lo amo, amo a Javier Alcides y lo protegeré a toda costa».

La comida de Piscis salió por unos ductos del techo del contenedor, los atrapó con la boca y los engulló. Ya no era agradable comer lo mismo por tantos siglos.

«¿Los humanos aguantarían el mismo alimento toda su vida? —se preguntó Piscis».

No. Los humanos no aguantarían todos los días ni el manjar más delicioso del mundo. Al cuarto día, sus bocas expulsarían quejidos al ver el mismo platillo en la mesa, pero al menos ellos tenían la libertad de pagar por otros alimentos. Si no quería morir de hambre, tenía que conformarse con las sobras de la estación. Pensó en la comida que Javier le traería cuando tragó el último buche.

La puerta de la sala de observaciones se abrió. Piscis vio a Javier acceder y nadó a toda velocidad hacia el cristal. Puso sus aletas en el vidrio y brincó de alegría cuando notó la canasta en la mano del hombre. Al verla, Javier sonrió.

—Tan linda, Piscis la reina.

La pececita se sonrojó y dio unos remolinos. Ambos quedaron embelesados con la sonrisa del otro. Javier vació el agua del contenedor; cuando abrió la escotilla, Piscis se le tiró encima, cayeron al piso mojado y las frutas se esparcieron. Se quedaron abrazados mucho tiempo, compartiendo los latidos de sus corazones que aumentaban en velocidad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.