Siril Geaster

II.

El miércoles recorrí de nuevo el camino hacia la oficina gubernamental.

—Siril, ¿la paga? —Me recordó Mecce.

—Hoy la traigo, Mecce —le respondí, huyendo de sus gritos. Lo cierto es que mi día de pago era hasta el viernes. Con mi poca experiencia y nivel educativo, un empleo parcial era todo lo que podía obtener, y a las mujeres jóvenes no se les permitía tener más de un empleo, para que continuasen sus estudios.

Las calles de adoquines celestes y marinos, relucía más a medida que mis pasos se acercaban a la oficina de correo, y se volvían ásperas y sin color cuanto más se adentraban en los cuzules de la prole. La vegetación en tonos azulados y níveos abundaba cuanto más me acercaba a la ciudad, ya que las paredes ecológicas verticales estaban en todos los edificios por decreto gubernamental, mientras que la verde arboleda se alzaba en las áreas más alejadas, con menos influencia humana.

Allí estaba de nuevo la cuadrada agencia de correo con su entrada filosa y alta, allí estaba la carta en mis manos, estampada en oro sobre el papel de seda.

—¿Señora Siril Geaster? —dijeron a mi espalda.

—¿Sí?

Giraba mi torso, meneando mi faldón y sin leer la carta aún, cuando una ráfaga fría penetró por la entrada sin puerta de la oficina amplia y vacía, causando estragos en las bien organizadas pilas de correo, en las faldas de las mujeres y los documentos importantísimos de los hombres. El viento arrebató la carta de mis manos y la aventó lejos, soltó mi sombrero y con él, las pinzas que sujetaban mi recogido. Gerome actuó con premura y selló la entrada con una barrera de cristal que desplegó automáticamente con el accionar de un panel de controles sobre el recibidor. Cuando separé las manos de mis orejas, en mi fallido intento por protegerme de la ventisca, todo era una ola de confusión. Debí haber sabido, en ese momento, que la ventisca era una advertencia del peligro que me acechaba.

—Señora Geaster, ¿está usted bien?

Media melena rojiza se deslizaba cual cascada por mi rostro, pero pude verlo muy bien al levantar la vista.

—Sí, estoy bien —respondí, enderezándome ante el hombre que se acercaba con mi sombrero en mano y la carta en la otra.

—Señora, permítame introducirme apropiadamente —dijo, con voz sonante, sin separar su rostro del mío—. Mi nombre es Archeri Hochsetteri Clathus, representante legal del señor Laccaria. A su servicio.

Tendió su mano hacia mí, esperando que entregase la mía, y al hacerlo, cometí otro de los grandes errores que recuerdo. Sus ojos, su mano, eran fríos y vacíos, no sentí nada cuando me tocó, no sentí nada en su alma.

Señor —dije, apartando mi mano luego de que él la besara en una pequeña reverencia, denotando modales extranjeros—, perdone mi apariencia, pero el viento…

—No tiene de qué excusarse, señora —interrumpió—. Yo mismo he visto lo que el viento ha hecho en la sala.

Sus palabras brindáronme mucha más seguridad. Asentí y coloqué de nuevo mi sobrero, atándolo bien, ya no había remedio, debería usar mi cabello suelto ese día. Fue al levantar  la mirada, que pude notar que ese hombre continuaba viéndome con un brillo peculiar en sus ojos verdes y media sonrisa entre labios, labios carnosos y rojizos, como su nariz; era evidente que el clima cálido no era lo usual para él.

—Perdone que la observe de esta manera, señora —se disculpó sonriendo con la cabeza gacha—, pero es que tengo indicaciones para tratar con una dama de cuarenta años, y usted no parece tener la edad. Perdone mi impertinencia, de nuevo.

Medité un poco más si aclarar la verdad o continuar con la mentira. Para él yo era la señora Geaster, mi madre, muerta hace tres meses por una de las tantas pestes que las guerras nucleares nos dejaron. Aún no sé porque, pero quise continuar con la mentira, tal vez por diversión, por la ilusión de alejarme de mi pobreza por un momento o por él, por algo que me gustaba en sus ojos esmeralda, algo en su fría piel, algo en su frío mirar que me atraía.

—No es ninguna impertinencia, al contrario, es un halago.

—¿Qué es lo que usted debe tratar exactamente conmigo, señor Hochsetteri? —añadí, con la carta entre mis manos. Mi nuca escocía inusualmente bajo la capa de cabellos en mi espalda.

—Lo que usted me diga, señora. Antes de continuar, ¿me permite preguntarle a dónde se dirige? Por el broche en su pecho y la vestimenta diría que rumbo a su labor en…

—El edificio de comunicaciones, a diez cuadras desde aquí.

—¿Diez cuadras? Eso es demasiado para que los camine usted, ¿no toma un trasporte?

 —No, señor —respondí, escondiendo la mirada de una vez, para no continuar sintiendo el vacío en el corazón y el cosquilleo en el estómago.

—Entonces permítame llevarle en mi automotor, así tenemos un poco más de tiempo para charlar sobre los trámites de la velada.




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