Siril Geaster

III.

Vivía con miedo, miedo y desconcierto del no saber nunca de dónde provine, de donde lo hizo mi madre; sin saber nunca si tenía aún con vida a esa persona a quien llamar “padre”, y no había a nadie más a quien preguntar porque apenas tres meses antes había perdido mi única conexión con el pasado, y mientras mi madre tuvo vida, nunca me preguntaba por esas cosas; nunca, hasta que Hyden comenzó a resaltar en mi vida.

Hice memoria luego que él me cuestionase por ello, recordando nada más que ella

era diestra con las letras e inventaba historias que vendía a las imprentas locales, quienes compraban sus escritos por caridad pero nunca publicaban. Terminó atendiendo enfermos en un centro de salud por unas cuantas monedas y, por la noche, remendando prendas a bajo costo. Sus manos eran tan suave cual algodón pero lucían, contradictoriamente, ensangrentadas por los pinchazos con las agujas. Una herida se infectó un día, y al siguiente tuvieron que llevársela lejos, aún viva, para evitar que me contagiase.

Así la vi por vez última: desgarbada por la vejez, por el trabajo arduo pero, pareciendo más joven de lo que su edad lo estipulaba, como si su vida pasada hubiese sido privilegiada. Tomé esa memoria de ella: un vago recuerdo de un soporte que veía por la noche, cuando los fantasmas me tocaban y ella corría a protegerme, como un reflejo sobre el agua, una sombra reconfortante, un suspiro pasajero entre mi vida y mis muertos; lo tomé y lo guardé en lo profundo de mi mente y mi corazón.

 

La silueta del señor Hochsetteri detúvome de andar, causando que los transeúntes a mi espalda se molestaran y me esquivasen. Continué mi camino por la amplia acera, insegura de lo que el hombre tendría para decirme, si solo estaba allí para lastimar aún más mi pobre orgullo.

—Señor, Clathus —dije, pasando por su lado deteniéndome en la escalinata hacia el recibidor de la oficina—. ¿A qué se debe el honor esta vez?

Él, con su ilustre manera sonrióme, y reverenció como solo lo hacen en el este febril, al  saludar a una dama.

—Me temo que la cortesía demanda que me excuse y le haga una invitación formal a enmendar mis errores, mas mi conciencia y moral me dicta que haga más que eso.

—¿Su moral, señor? Esa solo está retrasándome para mi labor —dije, reticente de una vez.

—Disculpe mis palabras, de una vez se lo ruego, pero, por lo que sé, su jornada no empieza hasta dentro de una hora y treinta minutos. Eso es tiempo más que suficiente para  enmendar un error o dos.

Fascinándome de nuevo, el brillo gélido en sus ojos esmeraldas, brillo sin origen ni razón.

En efecto, escapé de mi cuarto mucho antes de que Mecce despertara, para no tener que encarar sus reclamos por la paga otro día. Solo faltaba uno para el viernes.

—Señor, ¿acaso no fui clara ayer? ¿No le informó a su amo que no es mi deseo celebrar su vida? —inquirí, acercándome y profanando mi tradición de no mirar a los ojos de las personas, pero el no obtener ningún sentimiento de su alma, ninguna premonición, me hechizaba; el vacío en mi cuerpo al verle, el silencio en su corazón era adictivo.

—Sí, señora, en efecto, lo fue. También él lo sabe ya, y por eso mismo estoy de regreso. Pero, este no es el lugar ni el momento. ¿Me permite un paseo por esta ciudad? Creo que deseo conocerla de la mano de alguien que en verdad la conozca.

—Entonces está con la persona equivocada, señor, llevo poco menos de tres meses aquí y soy tan nueva en las calles como usted.

—Entonces podremos conocerla juntos.

Su sagacidad me dejaba perpleja, pero no incapacitada de responder, como lo hacía mi directivo. No me opuse y anduvimos en dirección contraria a mi edificio, caminando a la distancia prudente de un brazo, sin mirarnos a la cara para evitar mal entendidos.

—Señora, le ruego me disculpe por mis palabras, creo que no me expresé de la manera correcta.

—Al contario, señor, creo que expresó lo justo en representación de su amo.

—Señora, no deseo herirla más, solo deseo que considere la invitación. Solo personas ilustres y bien conocidas han sido invitadas, y al estar usted en esa lista, es primordial que no lo decepcione. No después de tantos años sin ver a su viejo amigo.

—¿Viejo amigo? He soportado hambre, frío y dolor, ¿cree usted que un amigo permitiría eso? —inquirí, mezclando mi rencor por mi pobreza, con la asquerosa invitación fastuosa y sin escrúpulos—. No, señor, yo creo que su amo, a sus ciento cincuenta años, debe aprender un poco de modestia.

—Señora, en nombre de mi amo, le ofrezco una disculpa sincera. Él me comentó que…

—¿Le comentó? ¿Usted es su empleado o confidente? —interrumpí, indignada al saber que dos extraños estuvieran hablando de mi, o más bien de mi madre. Por un instante casi olvidaba que ellos creían que era ella.

—El señor confía en mí, pero no soy su confidente. De otra manera no estaría ejerciendo para él. Señora, si mi amo hubiera tenido noticias suyas tras marcharse tan repentinamente de la ciénaga, él la hubiera asistido a su ayuda de inmediato. Aún conserva en su memoria los momentos compartidos con usted.




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