Siril Geaster

IV.

Aceptar la invitación fue lo que dio inicio al destino con el que se había tallado mi nombre. Sabía que había algo mal en hacerlo, sabía que no era correcto, pero aun así lo hice.

Solicité la cita con el directivo en cuanto alcancé mi escritorio, y para la hora del almuerzo, él me esperaba. Una incómoda bola no se desvanecía de mi garganta y el escozor en mi nuca se intensificaba. Sabía que estaba siendo observada, siempre lo estamos todos.

Emergí del suelo, sobre el elevador, la vista de la ciudad me recibió de nuevo, la inmensidad del vacío en mis entrañas también; desde el día anterior no había consumido ni un poco de pan rancio, apenas agua del grifo. Allí me recibió él, de espaldas, con sus manos en la baranda cristalina, que no era más que la media pared de cristal. La brisa vespertina arrastraba un olor tenue a naranjos, era su piel.

—¿Directivo?                                                                                      

Parece que algo había dormido en él, ya que mi voz le despertó de un sueño despierto. Giró con prisa, el viento revolviendo sus cabellos azabaches.

—Siril, adelante.

Obedecí, con la carpeta entre mis dedos, temblorosa e insegura. No era correcto hacerle eso pero, si lo pienso mejor, conseguir a alguien mejor preparado era más fácil que intentar retenerme. Todos somos reemplazables.

Acercó su mano al panel invisible y la pared de cristal volvió a erguirse.

—¿Ya tomó su almuerzo? —preguntó, deteniendo su tecleo zagas.

—No.

Mentir ya no era una opción.

—Entonces comeremos juntos.

—No, señor, se lo ruego. No querrá comer conmigo después de decirle lo que tengo qué.

Su mirada se ensombreció aún más, abandonó cualquier idea de permanecer junto a su escritorio, y se adelantó hasta mi sitio, pero era un niño pequeño quien lo hacía, con temor de ser encontrado robando pan.

—Siril. —Es todo cuanto dijo, pero supe en su mirada que ya sabía lo que le diría, que sabía ya mis intenciones, desde mucho antes de que yo misma las adivinara.

Directivo, perdóneme, se lo ruego…

—¿Qué hago para que se quede? Dígame.

Su mano voló sobre la mía, de nuevo. El toque me retorció las entrañas como el latigazo que era dado a un pequeño niño, por robar pan. La carpeta cayó de mis manos y apresuré a recogerla.

—Siril, ¿por qué me hace esto?

Estaba mal, lo sé.

—No puedo quedarme.

—No vaya —insistió, rompiendo la distancia prudente entre un hombre y una mujer.

Por un instante me pareció ver en su rostro un ápice melancólico, de una pena futura.

—¿Qué? —pregunté, no muy segura de a qué se refería.

—No se vaya —remedió—. Tiene mucho potencial y mucho talento. Le doy mi palabra que si usted decide permanecer a mi lado, crecerá laboralmente y tendrá mejores oportunidades. Pero no se vaya tan pronto.

—Directivo… —Allí rompí el contacto visual, no soportando la melancolía en su rostro. ¡Maldita sea la hora que rompí mi costumbre!

—La decisión está tomada —balbuceé, con la presión arterial alta y los latidos en mis orejas.

Él no respondió, pareció como si de un instante al siguiente, su resignación llegó y la sombra pesada volvió a cubrir su aura.

—Directivo, perdóneme. Usted me ha dado una oportunidad y yo…

—La desprecia —dijo, seco, desde su ventanal, dándome ya la espalda.

—Si pudiera, se lo explicaría, pero es más complicado.

—No, Siril, es simple. O te liberas del pasado o te aferras a él.

Su trato personal me desmoronó, sus palabras certeras, como si leyera mis pensamientos y supiera lo que ocurría me descolocaron de mi sitio. La vista volvía a nublárseme.

—Señorita Siril, mañana mismo será acreditado su sueldo final y cesará cualquier relación con esta entidad gubernamental, ¿entendido?

El gatillo en mi garganta casi me asfixiaba, cortándome la respiración, pero con todo, logré contestar; mi voz rota y lejana, perdida y descompuesta. Estaba mal, lo sé, pero aún así, lo hice. ¿Por qué me dolía tanto? ¿Por qué era tan difícil? Quizá era por la vida que compartió conmigo, porque lo conocí más en los últimos días que en tres meses, porque conocía al pequeño solo y asustadizo, porque él me entregó una parte de sí sin saberlo, porque él se llevó una minúscula parte de mí sin querer.




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