Siril Geaster

VII.

La terminal quedó lejos y distante en un par de minutos, en cuales no logré que mis piernas reaccionaran y se alejaran de la ventana. Me marchaba, y con cada metro mis entrañas me halaban de regreso, me impulsaban a resistirme a la partida y regresar arrastrándome, porque cualquier vida de miseria y hambre era mejor que lo que me esperaba.

—Señora Geaster —llamó la asistente a mis espaldas, despertándome del ensueño—, su comida está servida.

Como respuesta, mis entrañas se estremecieron. Con una tranquilidad inhumada me giré y esquivé la impoluta cama para volver a descender por la plataforma hacia la planta baja. La asistente llevóme por el corredor hacia una puerta que se apartó en silencio y dio entrada al vagón último, el que consta de vidrios transparentes para observar al exterior en un panorama de trescientos sesenta grados, aunque solo en la planta segunda. A un costado, frente a lo que debería ser la sala de recibimiento, estaba una mesa tendida, de claro cristal y geométricas figuras, esperando ser usada. Me pregunté de dónde podría haber salido la comida que descansaba sobre ella, pero mi estómago no le otorgó importancia.

Con ansias me senté y arrasé con el banquete que se presentaba para mí, tibio y de un sabor exquisito, abundante y variado como nuca antes tuve una comida. Mis entrañas probaron sabores que ni siquiera sabía que existiesen y regodeé mis papilas en cantidades exorbitantes de zumos exóticos. Entre bocado y bocado, a mi mente llegaban imágenes de un pueblo que quizá existía en un lugar lejano, donde los negros eran esclavizados para producir lo que yo en ese momento llevaba a mis labios y los niños, flacos y con vientre prominentes, eran vendidos a las importadoras para que fueran sus trabajadores cuando alcanzaran la edad de catorce años. Pero esa historia no era mía, solo una más que me alcanzaba desde la inmensidad del mundo no-físico.

Detuve mi festín al ver que ya no había retazos de edificaciones, y al frente se alzaban con esplendor los brazos del Puente Unión, que entrelaza la urbe del centro-sur y las tierras productivas del este, antes de alcanzar el insoportable sopor de su urbe. Limpié mis labios y levantéme para subir al piso mayor. Desde allí pude observar la inmensidad del pequeño mar Cicuta. Me perdí en el silencio que la lejanía provocó y me sentí en paz por primera vez. No habían voces, no habían más almas en pena, solo la mía.

Así pasé al menos dos horas, hasta que abandonábamos el puente, y con él, la estela de paz. Las granjas de energía solar se alzaban con el paso de los kilómetros y las turbinas eólicas giraban a la vista con cada metro recorrido. Encontramos los campos de cultivos orgánicos y las enormes granjas verticales cuyos alimentos eran tan deseados en Capital.

Un sueño recayó sobre mis párpados cuando la tarde iba en descenso. Decidí que era momento de tomar un baño y descansar. Para cuando descendí, los restos de comidas ya habían sido retirados por los seres invisibles o los robots. Anduve de regreso al vagón de recámara y, con la esfera parlante de cerca, me dirigí hacia el cuarto de baño.

Me desprendí de mis ropas y las doblé como era mi costumbre, deshice mi trenzado y cepillé mi cabellera llamativa con un cepillo bastante curioso pero que brindó una suavidad extraña a mi cabello. La asistente indicóme como programar la bañera y elegir los aromas de las sales y jabones.

Nunca antes me había duchado con agua tibia o con un jabón perfumado. Me dormí unos segundos en la bañera, hasta que, entre el sueño y la realidad, se coló en mí la imagen de un pantano infestado de cadáveres azules e hinchados, flotando boca arriba, nadando de un sitio al otro sin tocarse, sin saber que estaban muertos. De pronto me sentí como uno de ellos.

Con el temor de la muerte en mi garganta, me alcé de la tina y ordené que se vaciara aún conmigo dentro para asegurarme que yo no estuviese muerta, el tormento de saber lo que se sentiría estarlo comenzó a perseguirme desde ese momento.

La asistente descubrió un ropero de la pared, e hizo girar las perchas hasta dejar a mi vista la ropa de cama. Me vestí con un camisón de seda rosa pétalo y una bata del mismo tono. De la misma pared se extendió un brazo con un tipo de casco en él, a la altura de mi cabeza, la asistente me indicó colocarlo en ella y al instante, una corriente eléctrica alació mis cabellos y otra ventisca los secó, dejándolos cuales hebras de seda.

Terminando con mi aseo, me acurruqué en la lustrosa cama y envolví con las sábanas, observando el atardecer en el cielo, con el suave ronroneo de los ejes del tren en mis oídos y mi voz suave retumbando sola en mi cabeza. Por fin, sola.

 

Viví los siguientes dos días entre comidas, baños largos y siestas aún más largas, vistiendo nada más que el camisón, sin tener una idea del tiempo o el lugar que me sostenía, simplemente disfrutando de una paz que nunca a más volví a tener. Incluso llegué a olvidar mi propósito en ese tren o a dónde me dirigía, hasta que la asistente interrumpió mi fantasía.




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