Siril Geaster

1° DÍA DE LA CELEBRACIÓN

Humedad en el aire, nubarrones amenazando con llover y la impoluta masa de ciudadanos aglomerados en la urbe Estramonio, al este de la Republica. En un constante vaivén de flujos de personas, la terminal, considerablemente menor que la de Raza, se observaba en un ajetreo poco conocido para mí. El asistente, a mi lado, se encargó de que la plataforma estuviese a tiempo y con una baranda más ancha y completa, para evitar mi extravío. Al igual que su versión anterior, éste poseía su brillo espectral y la insaciable sed por comentar cada detalle histórico y popular de la ciudad.

Las personas no se veían entre sí, se ignoraban, ni siquiera se acercaban a más de un metro puesto que las plataformas mantenían un régimen estricto de vías y circuitos, pero yo los observaba a todos ellos. La plataforma se detuvo cuando habíamos cruzado la terminal por completo y las puertas de la misma, en esta ocasión de poco más de dos metros de altura y más ancha que mis dos vagones juntos, me invitaban a salir por mi propio pie.

La primera vista de la ciudad me abrumó, con esa pesadez de la gravedad; del sol no se veía ni siquiera una cola, el frío húmedo navegaba entre las respiraciones y esa, esa incesante aura silenciosa no se apartaba pese al rumor de las calles, era más el silencio inquietante de los muertos. Allí me di cuenta que ellos no hablaban ni después de la muerte, no se veían, no se tocaban, solo sufrían en silencio, como en vida.

El azote de una masa en mi espalda baja empujóme con fuerza hacia mi frente, causando un golpe severo en mis codos, al colocarlos para amortiguar el golpe. De inmediato el rumor aumento a mi alrededor, siendo para mi imposible ver nada excepto botas, maletas y cerámica blanquecina.

—¡Señora Geaster! —escuché mi nombre provenir desde las alturas, luego un par de manos en mis brazos, por sobre la tela, empujándome arriba.

—¡Tener más cuidado, mujer! Su imprudencia nos cuesta valioso tiempo —escuché reclamar a mi espalda, a lo que giré mi cuello aún con las manos en mis brazos y sin una idea remota del lugar de mi maletín.

Era un sujeto muy joven, quizá mi edad, con una acompañante que supondría sería su madre, ambos con aspecto molesto y presurosos a recobrar su camino de salida. Me había detenido de súbito en la entrada que, aunque con una inmensa grandeza, no alcanzaba para que el sujeto en cuestión pasara, sino colisionando conmigo.

—¡Calla, hombre! Ella e una dama de taza alta, invitada epecial del seño Laccaria para su celebració.

A mi lado izquierdo, la voz, femenina y con notable acento, defendióme y cobró rostro. La extravagante y colorida vestimenta de la joven la hizo relucir cual rayo de luz al medio de la oscuridad, tan distinta a los cortes sobrios e irregulares de los otros transeúntes. Su piel, más oscura que el chocolate más amargo que jamás había probado, brillaba en su impoluto lustre bajo las capas de telas y joyas de oro que adornaban los brazos y cuello de la hermosa dama. Sus ojos, penetrantes cuales crueles navajas, relucían en una oscuridad felina y almendrada, en sus labios gruesos se dibujaba la cola de un pez al final del inferior, brindando un aire exótico a sus facciones.

—Perdonad, señora —disculpóse con gran vergüenza el joven, retirando su sombrero de copa alta y ruborizando sus mejillas, yo aún estupefacta del poderoso nombre Laccaria, y más aún, de ser una invitada “especial”.

—Bien. Continúe su camino, joven, y olvidaremo lo ocurrido. La señora no tiene su tiempo. Señora —dijome la hermosa joven a mi lado, ya con su mano fuera de mi brazo—, sígame, po favor.

Con su mano de doncella me incitó a acercarme al filo de la banqueta peatonal y adentrarme al automotor, largo y alto, más parecido a una casa andante que a un vehículo; su altura de casi tres metros con un ancho incalculable, deslizándose por el suelo con la energía gravitacional, sin contactar con él. La casa andante resplandecía en elegancia y sus ventanas en lo alto hacían sentir que la realeza era quien se movía en esos lujos, apartados del mundo sucio e inferior, y yo iba a subir a esa carroza.

Un activo, con chaqueta elegante y pantalones a juego, abrió la puerta para mí, elevándola hacia el lado contrario al cual tenía por costumbre. Adentréme y tomé asiento en el primer diván a mi izquierda, de forros blancos y detalles dorados en el revuelo. El maletín se situó a mi lado y de inmediato la joven se adentró también, meneando su primoroso faldón al sentarse, frente a mí.

Gracia, Richad —se dirigió al joven que cerraba la puerta y asentía sin hacer contacto visual—. Señora Geaster, mis disculpa por esa penosa introducció. Mi nombre e Belladona Matulata, su adlátere durante la velada. Me enorgullece deci que e un honor y que deseo profundamente sevirle en lo que posible. Estoy a su órdenes, señora.

La joven, Belladona, se puso en pie dentro del vehículo y efectuó otra de las conocidas reverencias, femenina, de los originarios del este, aunque su aspecto demostraba raíces en otros lares de la Republica que no alcancé a distinguir. Al verla, tan esbelta y tan bella, preguntéme si mi madre algún día debió ser tan elegante y educada como ella, tan refinada y con tanta delicadeza en su andar, es cuando recordé que yo era mi madre en ese momento, y no estaba actuando como ella lo haría.




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