Siril Geaster

2° DÍA DE LA CELEBRACIÓN

Tallada, nuevamente, y embadurnada en los jugos de la bañera, terminó mi piel como las perlas a la luz de la luna y mi rostro con un mejor semblante. Bella consiguió convencerme de usar colorete rosa pálido en mis mejillas, labial en un tono casi infantil y mis pestañas rizadas con mascara castaña para engrosarlas un poco más, obteniendo ambas la sorpresiva transformación en mis facciones ya bastante decaídas, que reflejaban mi estado.

—¿Qué pasa, Siril? ¿No le gusta el maquillaje? ¿O e el peinado? —cuestionó, terminando de colocar una peineta en el recogido. Levanté la vista hasta el tocador de marcos dorados, para contemplar sus ojos morenos, adivinando en ellos una ternura y sincera preocupación en sus palabras.

—En absoluto, Bella. Es este encierro que me preocupa, ¿cuándo podré salir de aquí?

Ella, como si riese de mí, hizo una mueca y clocó ambas manos en mis hombros, allí donde el vestido no cubría, y dijo en tono cálido:

—No creo que lo haga hata que termine la festividad, Siril. La lluvia no para, y aunque lo haga, la condicione allá afuera, no so muy favorable para una dama como uste. Es mejo seguir el itinerario.

—¿Itinerario? —pregunté, curiosa, torciendo mi cuello hasta ella, a mi espalda.

—Por eso iremo ahora, señorita, desayunaremo en el comedor principal y obtendremo el itinerario y la carta de baile.

—Carta de bailes —susurré volviendo a verme en el espejo y comprendiendo el esclavizante estilo de vida de la sociedad de alcurnia, estilo al que debía acoplarme y cumplir con sus protocolos para no desentonar ni deslizarme en un descuido que delatase mi real identidad.

 

El comedor principal era una gran habitación más donde se trabajaba el sistema de mesas grupales e individuales, para aquellos que no quisieran convivir con los demás invitados. Mi idea, por supuesto, era el evitar a las personas ajenas y peligrosas a mis intenciones, pero más allá de eso, los planes del universo para ese día eran otros, puesto que al cruzar la puerta y ser recibida por el joven larbin, una voz llamó mi atención, invitándome a compartir la mesa.

Era el doctor Hélix Diorca, quien, con maneras apropiadas de un caballero, convencióme de acompañar al grupo que había decidido, por fortuna, tomar el desayuno a la misma hora. Entre ellos estaban el señor Elouan y su hija Eléonor, argumentando que la otra encontrábase un tanto indispuesta, seguro fruto del desvelo; el mismo doctor Diaorca, y, para mi sorpresa, el señor Hotchsetteri hacía su aparición de nuevo. Con su sonrisa triunfante habló de la siguiente manera:

—Espero se encuentre mejor, señorita Geaster.

—Seguro que lo estoy, señor Hotchsetteri.

—No debe  preocuparse de que el señor Coprinus haga presencia hasta más entrada la tarde, como verá, él también se mostró bastante indispuesto la noche pasada, al encontrarse con usted, y decidió reposar hasta avanzada la mañana.

—Me parece que confunde mi encuentro con el señor Coprinus, con la razón de mi enfermedad, la cual se debe a un descuido en mi salud y un viaje poco usual, además a tener en cuenta el cambio en el horario al que estoy acostumbrada, ¿no es así, doctor? —me defendí, haciendo uso de los sucesos recientes. El doctor, en la mesa, encontrábase absorto en la carta, a lo que se sobresaltó al ser nombrado a formar parte de la conversación.

—¡Claro, claro! La señora Siril, gozando de no muy buena salud, ha emprendido tremendo viaje, no lo descarto como causa de su desvanecimiento repentino: Fatiga. En mis años de experiencia he visto muchas cosas inexplicables o demasiado sencillas para la mente humana. —Y dirigiéndose a mí en específico, afirmó: —Mi indicación final sería: Descanso, alimentación abundante y ninguna emoción fuerte o sustos repentinos.

—¿Solo eso? ¿Ningún medicamento o vitamínico, en todo caso? Sus métodos, señor Diorca, y espero mi comentario no sea tomado a mal, me parece un poco ortodoxo y arcaico, con todas las medicinas actuales, ¿no sería mejor hacer uso de ellas, en lugar de hacer un diagnóstico a la ligera?

—En absoluto, señor, son cosillas sencillas, que, con la experiencia, se adivinan y recetan con la facilidad de una simple vista al paciente, sin necesidad alguna de hacer uso de los aparatos médicos, extensos en gastos monetarios. Mi señora —volvió a dirigirse a mí en específico—, no tema, el agotamiento se remedia con el descanso.

Cerrada la discusión en torno al diagnóstico del doctor, Hotchsetteri se repartió entre los comensales, haciendo uso de sus hábiles dones en la palabra y la simpatía para alegrar el carácter de todos, en especial el de la señorita Elouan, quien se partía de sonrisitas y palabras forzadamente elegantes para ensalzar su juventud y parecer más madura de lo que en verdad era. Pero por el interior de su mente, detrás de esos ojos claros y hechizantes, se encontraban sentimientos que agitaba el pecado y la lujuria en mi pecho, haciéndome sentir capaz de cometer cualquier locura pasional. Ella pensaba en toda clase de morbosidades tan impropias de una joven con su experiencia, insinuaciones e ideas tan disparatadas que iban desde lo convencional en la intimidad hasta lo más rudo y descarado en la infidelidad, ella deseaba y quería ser deseada de la misma manera.




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