Siril Geaster

9° DÍA DE LA CELEBRACIÓN

Belladona observábame con paciencia, esperando una respuesta para enviar a su amo y señor, pero, al yo tardar, añadió:

—El seño Laccaria etá muy interesado en verla en persona de nuevo, no desea espera má. ¿Qué mensaje le envío, señora Siril?

—¿Qué?” pregunté, estúpidamente.

—¿Qué respondo al seño Laccaria? ¿Le verá eta tarde?

—Creador… —susurré, sintiéndome falta de aliento, siendo eso lo último que deseaba en ese momento, y deseando con todas mis fuerzas que…—, Hyden, tengo que hablarte.

—Perdone, señora, no le escuché muy bie —dijo la multada, acercándose un poco más—. ¿Verá al seño?

—No. No, por el Creador… no… —Me puse en pie y caminé temblorosa hacia mi alcoba.

—Siril… Siril, ¿se encuentra bien? ¿Llamo al doctor?

—Solo… déjame sola… —dije con un hilo de voz, sintiéndome abrumada en sobre manera.

Me encerré con seguro dentro de la habitación sin dar respuesta certera a la adlátere, sin molestarme ya en encender las luces y sosteniéndome de los muebles, hasta que logré alcanzar la cama y echarme sobre ella, sintiendo la habitación girar sin control hasta el punto de causarme nauseas. Aún sin entender cómo, logré alcanzar el váter de la recámara, y expulsé de mis vísceras cada gota de líquido y los escasos restos de alimentos que había ingerido desde hacía un día atrás. Terminé más exhausta de lo que ya me encontraba, debiéndome arrastrar por el suelo para alcanzar la bañera y lavar mi rostro para aclarar mi visión nublada por el agotamiento y las gotas de llanto que el esfuerzo causó.

El agua oscura, a raíz de la poca iluminación, parecía más profunda de lo que debería, perdiendo de vista mi mano al hundirla en ella, o quizá solo era mi atormentada mente. Adentré mi rostro en el agua, sosteniendo el aire, hasta que sentí que mis pensamientos se asentaban de nuevo en sus lugares, brindándome más lucidez, al retirarla con un grave sonido de respiración desesperada por oxígeno, mis brazos apoyados y semi-hundidos en el agua, mi cuerpo entero apoyado en el borde; no era más el agua cristalina de la bañera inmensa, sino la inmensidad de la ciénaga dentro de ella. Mi cuerpo no podía responder a ninguna de mis órdenes: grita, y mis labios no se abrían; levántate, pero mis piernas estaban inmóviles; aléjate de la bañera, pero mis brazos se hundían cada vez más en el agua. De algún modo, la habitación continuaba siendo la misma, pero el agua y la bañera, contenía el lago entero de la ciénaga y su profundidad, de la cual pareció emerger algo, a escasos metros de mi posición, sí, emergió algo: un niño; sus cabellos rubios estaban sucios por el lodillo, su mirada blanca y sin brillo, su cara y cuerpos abrazados por una cadena de plantas acuáticas y espinos. Me miró, y dijo una última vez: —Sigue el olor de la muerte.

Los espinos y las plantas le liberaron con parsimonia después de sus palabras, y en su lugar, germinó a su alrededor, elevándolo por sobre el agua cual abrazo de madre protectora, una flor, arrugada, inmensa y putrefacta que rejuvenecía a medida que crecía y se alimentaba del muchacho hasta consumirlo por completo. La flor cadáver, al centro del lago; el niño dentro de ella se descompuso a velocidad inimaginable, dejando solo sus huesecitos escuálidos que me miraban y susurraban aún sin labios: Sigue el olor de la muerte.

 

Desperté por el sonido de la lluvia, de nuevo acompañada por crueles estruendos que retumbaban en el lejano techado de la mansión Laccaria. Levanté mi rostro de entre mis brazos, aún medio sumergidos en el agua de la tina, mi vestido de seda se me adhería al cuerpo a causa del agua que me había empapado y los escalofríos hacían uso de provecho para subir por mi espalda, hasta alcanzar mi nuca y acomodarse allí, torturándome con esa sensación horrible, pero que, en esa ocasión, fue lo que me llevó a entender el mensaje.

Lúcida, aunque bastante débil, salí del cuarto de aseo y me apresuré a encender las luces y desprenderme de las ropas mojadas. Calcé el primer vestido de algodón que encontré, su color era blanco, asegurándome que cubriera mi cuerpo entero para contener los escalofríos, calcé unos botines de tacón bajo y coloqué sobre mis hombros un abrigo ligero con capote ancho para ocultar mi rostro. A punto de abandonar la habitación por la puerta que guíaba directamente al pasillo, sin cruzar por el salón, me contuve y presté atención especial al cosquilleo en mi nuca, comprendiendo que faltaba algo. Regresé para tomar el espejo de mano de la cómoda donde estaba escondido, y lo llevé conmigo.

Sabía a dónde tenía que ir, aunque mi temerosa conciencia me pedía no volver allí: debía regresar a la habitación de las tinajas, y encontrar esa puerta que me llevó a ese pasillo desconocido donde escuché por primera vez esa frase que atormentaba mis horas de sueños y horas de conciencia por igual.




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