Siril Geaster

10° DÍA DE LA CELEBRACIÓN

Bella no era la misma persona al regresar a la habitación, la noche anterior. Me preguntó bruscamente dónde había estado, por qué habíame marchado sin explicación alguna, a lo que respondí, tajante, con semblante amarillento y las manos temblorosas, que no debía explicar a nadie, incluyéndole, cada movimiento que hacía. Aún así, para que se quedase tranquila mentí diciéndole que había pasado el día escondida en el jardín, hasta que sentí había pasado suficiente tiempo y la necesidad de alimento me llamaba a buscar mi habitación.

Nunca había visto a la mulata tan molesta y ofendida, su mirada se transformó en esa mirada mortal que atormenta las pesadillas de los pequeños a la hora de dormir, ya no se preocupaba por preguntarme si necesitaba algo, simplemente pasaba el día sentada en un rincón del salón, observándome escribir en mis libretas y releer las notas pasadas, sus dedos huesudos sonando sobre el brazo de la silla, su barbilla alzada siempre; lucía tal y como en mis sueños.

—Bella —dije, colocando el bolígrafo en el escritorio, observando hacia la flama ardiente de la lámpara de aceite.

—¿Sí? —respondió la morena, sin incomodarse, con una voz profunda y rasposa.

—¿Te molestaría ir a por el doctor Diorca?pregunté, llevándome la mano a la frente un segundo y, posteriormente sintiendo la acumulación de la saliva en mi garganta; presintiendo el vómito emerger levantéme a prisa y corrí por el salón, cruzando la alcoba, hasta alcanzar el váter, logrando por poco, llegar a tiempo antes de expulsar el último caldo que había logrado contener dentro.

—Bella —llamé, antes de que otra arcada me ganara—. ¡Bella! —chillé, pero la morena no respondió.

Púseme en pie y enjuagué mi boca y rostro en el lavabo, recobrando la compostura. Al recordar la mirada penetrante y tóxica de la adlátere las náuseas y malestares regresaban, así que debí mantenerme serena y pensar en otros asuntos, como Hyden.

—¿Belladona? —llamé, saliendo de la alcoba hacia el salón donde había visto a la mujer por última vez, pero ella no estaba ya.

Tomé su ausencia como si hubiera ido a por el doctor, sin avisarme, así que dispúseme a esperarle con calma en el diván recuperándome de los esfuerzos de la expulsión. Un dolor punzante se estableció en mi estómago, acompañando la sudoración fría que no cesaba y la debilidad que mis piernas presentaban. El cansancio y agotamiento pudieron sobre mí, y me llevaron al camino de los sueños, o más profundo aún, la inconciencia.

No debió durar mucho, sin embargo, ya que mis ojos se abrieron con rapidez, sintiendo en ellos el mismo agotamiento anterior. En ese sentido, todo parecía igual, más algo se percibía distinto, un cosquilleo incómodo que proviene de lo profundo de tu mente y no te deja en tranquilidad hasta que recuerdas aquello que el presente demanda, hasta que te concentras lo suficiente para entender el mensaje que no proviene de ningún lugar exterior, sino de tu propia subconsciencia.

Observé el escritorio que se encontraba en el pequeño salón, en la hoja que se hallaba a medio terminar, siendo no la que yo recordaba, en el bolígrafo que había rodado hasta los pies del diván donde yacía sentada y el cajón abierto, donde había guardado el espejo dorado. Me apresuré a esculcarlo también, pero ya no estaba. Busqué con prisa la llave, que había atado con una cinta a una de las patas de la cama, oculta por el forro de la misma, y allí estaba, por gracia del Creador, Belladona no la había descubierto.

Un alivio inmenso me llenó, y también una angustia atormentadora de saber mi escape estropeado hasta cierto punto, pero también, estaba esa sensación en mi nuca, dejándome saber que el espejo perdido no era todo lo que debía notar sino…

—No es la primera vez —medité, un instante, con la llave adherida a mi pecho, observando a mi alrededor y siendo consciente de lo que el encierro había causado en mí, de la falta de luz que me atormentaba, que cada lujo y extravagancia era pagada con mi libertad y mi estabilidad mental, que no era la única ni la primera en descubrir la salida.

—Mi madre. La habitación, debió ser de ella —entonces la libreta muy bien conservada regresó a mi mente, comprendiendo que debió ser su dueña también; ella, al igual que yo hasta ese momento, debió guardar sus memorias en papel, para conservarlas, quizá, en esa libreta debieran estar las respuestas del propósito real de la mansión, de nuestro origen y, también, el de mi padre, ella debió dejar un mensaje para mí.

Iluminada por la epifanía repentina que un momento de enfermedad y debilidad me brindaban, cogí de nuevo un abrigo y, tomando una lámpara de aceite conmigo, me escabullí fuera de la alcoba en camino hacia la habitación secreta de mi madre.

Un par de invitados más parecían regresar de la habitación del jardín, tornándose sus rostros muy preocupados al verme, seguramente, con semblante pálido y poco color, además poco acicalada. Ignoré sus miradas he hice mi camino a por los pequeños escalones que llevaban a la habitación de las tinajas encontrándome además, con otros tantos personajes que desconocía pero que, por el rumbo que tomaron, supuse eran parte de las prácticas sexuales del señor Hotchsetteri y las señoritas Elouan. Las náuseas regresaron con fuerza, teniendo apenas tiempo de alcanzar una tinaja cercana y dejar correr en ella la bilis que salió de mi garganta. Abrí la llave que permitía el flujo de agua fría y enjugué mi rostro en ella, logrando que mi mente se aclarara un poco más.




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