Siril Geaster

12° DÍA DE LA CELEBRACIÓN

Todo volvía. Al principio creí que era solo el efecto del cansancio haciéndome sentir extraños movimientos en mi cuerpo, pero era la innegable sensación que nuestra alma provoca al regresar en poder de nuestro cuerpo, cayendo lentamente sobre sí, hasta que descubres que puedes mover tus dedos, y escuchas, y sientes, pero son tus parpados lo último en reaccionar.

Se escuchaban murmullos tranquilos provenir desde el costado de la cama que se hallaba hundido bajo el peso de quien murmuraba: era el doctor Diorca. No comprendía que hacía o qué decía hasta que percibí movimiento de él y luego, sentí el calor de su aliento hablarme:

—Encontré el diario, Siril, ya lo sé todo. Descuide, saldremos de aquí.

Y sus palabras me brindaron un consuelo inimaginable que, de poder, habría saltado a su cuello y abrazado como agradecimiento, pero, entonces, la puerta sonó.

—Un segundo —escuché decir al doctor dentro la alcoba, pero los golpes se intensificaron—. ¡Por el Creador! ¿Qué no puede esperar un minuto? Soy viejo. ¡Ya voy!

Las bisagras y el cerrojo de la puerta murmuraron que alguien ingresaba en la habitación.

—¡No, usted no puede estar aquí!

El grito alarmado del doctor Diorca se escuchó opacado por el fuerte sonido de un golpe. Mi corazón comenzó a desbocarse y mi mente luchaba por permitirme despertar de una vez mi entumecido cuerpo, mientras se escuchaban los lamentos del doctor y el cerrojo de la puerta volver a sellar la entrada. Mis parpados se alzaron.

—¡Tú no tomarás mi lugar!

Belladona alzaba sobre mi pecho, aprisionando mi cuerpo bajo su peso, una daga negra que relucía bajo el destello leve de las lámparas de aceite; pensé que allí acabaría todo, que sería el final, porque no podía moverme, porque estaba inmovilizada además, y no había nadie que pudiese ayudarme esta vez.

El cuchillo descendía sobre mí, y la mirada de la morena; pupilas dilatas, brillo inusual y sonrisa macabra, me dejaban en claro que algo más le empujaba a efectuar esos actos.

—¡No! provino de la voz ronca del doctor, quien se recobraba, y abalanzó a por la adlátere, llevándole hasta el suelo, el cuchillo enterrándose a un costado de mi cabeza, en el colchón.

Ambos forcejearon sobre el suelo, mientras pugnaba a mis músculos para que respondiesen, logrando apenas retirar la aguja de mi brazo y el cuchillo del colchón. Al lograrlo, giré mi cuerpo aun recostado puesto que mis piernas dolían de lo entumecidas que estaban, para observar el momento preciso en que la adlátere empleaba un cristal roto cual puñal y lo enterraba con odio en las amígdalas del doctor. Yaciendo inmóvil en el suelo, el inocente y alegre doctor Diorca, no volvió a caminar sobre esta tierra.

Los felinos y crueles ojos de la morena se giraron hacia mi lugar, colocándose sobre sus ambos pies, dejó el improvisado puñal caer sobre el estómago ensangrentado del doctor, para dirigirse con paso lento hasta mi sitio en la cama. Allí, observándole con gran pavor, ella me dejó saber, por primera vez, todo el odio, el rencor sinsentido y los deseos que tuvo de asesinarme con sus propias manos desde el primer momento en que me vio en la estación de tren; de empujarme a la vía y verme ser destrozada, de abandonarme a mi suerte en la ciénaga como una vez se lo sugerí, para morir lenta y cruelmente; de verme ahogada y flotando en una de las tinajas, de enrollar una soga por mi cuello y colgarme al centro del jardín; ella, todo el tiempo, me observaba dormir, deseaba mi mal y al instante siguiente, fingía cortesía afable y disposición inmediata, todo un teatro ensayado para brindarme una sensación de seguridad para que confiase en ella.

Pero no confiaba ya.

Cuando sus manos frías y húmedas en sangre tomaron mi cuello, develé el arma en mis manos y la inserté en un costado de sus costillas; ella, con un leve sonido de queja, mostró asombro y, tras enterrarlo hasta el mango, sin apartar su mirada de la mía, para ver y sentir lo que ella sintiese en el instante de su muerte; soltóme y retrocedió, cayendo de espaldas sobre el cuerpo del doctor Diorca. La morena intentó extraer el arma pero, al hacerlo, aceleró el proceso, y murió.

Así comenzó el fin, así la noche siniestra se inauguraba y las horribles atrocidades que un día quise descubrir, se llevaron a cabo.

Mi mente atrofiada y paralizada con el horror, con la impresión de los hechos, me dejaron varios minutos tendida en la cama como estaba, hasta que reaccioné, y recordé lo que el doctor habíame murmurado, el doctor, quien no emitió jamás otra palabra, había leído el diario y conocía la verdad; también debía yo.

Localicé el diario en la esquina contrario de la cama, donde estuviera el doctor sentado anteriormente, y lo tomé, pero faltaba la llave y el collar. Deslicéme fuera de la seguridad de la cama y con pasos cortos acérqueme al suelo empapado ya con la sangre de los muertos para intentar encontrar la importante llave. La morena cubría parte del cuerpo del doctor, por lo que debí tomarla de uno de sus brazos y arrastrarla a un lado, apenas lo suficiente para lograr esculcar los bolsillos y pantalones del anciano, hasta encontrar los ansiados objetos. En mis manos ya, lo siguiente era encontrar a la única persona que cabía salvar y advertir, pero, me vi en el espejo.




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