Siril Geaster

ANEXO

LAS NIÑAS

Belladona debió presionar sus párpados con fuerza, ya que el sol de las cuatro casi cinco rozó con ganas su piel chocolate. El resplandor la cegó y le impidió ver los adoquines blancos de la calle, así como el vehículo que se aprestaba desde su izquierda, atentando contra su vida. Una manita de infante se aprisionó a su faldón color escarlata, arrugando la seda y el bordado en estambre pero salvando su vida del impacto que estaba predestinado a terminarla.

Llevó una mano a su calva preciosa tan brillante como el betún, otra a su vientre de pre-adolescente para intentar recobrar el aliento. Miró hacia abajo y allí estaba Azurra, de siete inviernos, cabello de oro y ojos de zafiro, seda celeste y zapatos ausentes.

—Gracias —jadeó, ignorando los gritos e insultos de los transeúntes. La niña asintió y continuó su recorrido detrás de ella, inmutable.

La fiel lacaya regresó al baluarte de su señor tras el mandado, siendo ya la hora de encender las bujías y los calentadores, preparando las estancias para su señor y el ilustre invitado.

—La celebración se llevará a cabalidad, respetable Hotchsetteri, vuestro hijo recibirá su unción en ella. Catorce años es suficiente edad —ordenó el invitado.

—Como usted lo desee, mi amo —respondió el señor, haciendo una caravana, de pie—. Llamaré yo mismo a Archeri. Con su venia.

Se retiró de aquella estancia el alto y delgado señor, dejando a Belladona a merced del desconocido de ojos penetrantes que le infundía el terror que los amos infunden en sus sirvientes.

—Él lo sabe —susurró una voz infantil, halando de su faldón para atraer su atención.

—¡Shh! —la reprendió, esperando que el invitado no lograra escucharla hasta ese rincón del salón.

—No dejes que te lleve también —insistió Agatha, con sus ojitos aceitunados rogándole, sus cuatro años reflejando inocencia.

Al reprenderla de nuevo, el invitado, acomodado en el diván de terciopelo negro que veía hacia la ventana, giró su torso haciendo el mueble rechinar de una manera lenta y aguda que aceleró el corazón de Belladona.

—¿Desea algo el señor? —preguntó, la mirada de sumisión clavada en el suelo.

El hombre de abolengo, desconocido de nombre pero notable en la facha, dio una mirada de soslayo a la niña y luego a ella, estremeciéndola; con su mano huesuda y pálida tocó dos veces el asiento libre a su lado y Belladona no necesitó más para obedecer.

Se sentó a su lado con tal ligereza que su peso no hizo diferencia alguna, él tomó su mejilla de tez oscura y miró a sus ojos negros, inocentes y poderosos, y vio en ellos el pasado insufrible y el presente nefasto que atormentaba a la joven, vio las noches en que su señor se escurría en sus estancias y la sometía a sus deseos carnales como lo hace un perro salvaje, vio las marcas de fuego en su cuerpo, vio el poder que corría por sus venas y las grandes obras que podría llegar a hacer con él, o las atrocidades que pariría al mundo aquella futura mujer.

El señor la soltó, ella recuperando el aliento; a un extremo de la estancia, Agatha y Azurra los observaban, los bulbos iluminando sus pálidos rostros en aquellas sedas celestes y blancas.

—Las niñas son tuyas ahora, como tú puedes ser mía, Belladona —dijo el hombre.

Ella dio una mirada infinita a las niñas, mirada de ternura y compasión que aún era capaz de albergar en su pecho. Recordó lo que había hecho y por fin se atrevió a mirar s los ojos al señor invitado.

—Él las lastimaba más que a mí. —Se excusó.

—Lo sé. —Con naturalidad.

—No podía hacer más —insistió, recordándolo—. Ellas sufrían y yo acabé con su dolor.

—Y yo puedo acabar con el tuyo.

Las faldas se mancharon de sangre, los ojos se volvieron como velos y sus pies manchaban la alfombra con la tierra de sus tumbas; y las niñas la miraron con tristeza desde el extremo de la muerte. El invitado se levantó de su asiento, dejándola sola con las niñas, bajando las luces y haciendo aquel llamado macabro a la oscuridad; apenas una vela sobre la repisa iluminaba los contornos de las tres mujercitas en la estancia, cuando los pasos de las botas se escucharon detrás de Bella, y la noche se volvió fría y las sombras se arrastraron hasta alzarse en un forma humana, elegante, hermosa.

Él posó su mano enguantada en negro sobre el hombro de Bella, mientras las niñas intentaban susurrar en su oído, pero las vocecitas se confundieron con los lamentos y los gritos de las otras almas, y Él le hablaba al oído, y la convencía, y la persuadía con las promesas y visiones de la vida, de la muerte y el poder.

Desde el pasillo se veía a una mujer morena sentada en el diván al filo de la oscuridad, sola, hablando y susurrando a las sombras a su alrededor; las sombras bailaron, las sombras rieron, las sombras absorbieron la poca luz de la estancia, y la joven giró su cuello, viéndonos con sus ojos negros, culpables y poderosos. Aún está mirándonos.




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