Apunte inicial: El Siroco es un tipo de viento que se origina en Oriente Medio y el norte de África y que después sube a Europa. Gracias por leerme.
—Mamá, ¿qué es el Siroco?
Ante nosotras, el mar Mediterráneo bostezaba en su inmensidad, estirando su infinito cuerpo y llenándolo de fresca brisa en una tarde de verano. Me lanzaste la pregunta dinamitándola con tus dientes de leche, sin saber la mecha de recuerdos que estabas prendiendo. Entonces ya no me encontraba a tu lado, respirando el aire húmedo de la Costa Azul, ni hundiendo los pies en la limpia y blanca arena de la playa.
Estaba muy lejos. Andaba a tientas en un verano sofocante y letal, la sangre ardiendo bajo el sol incandescente y cegador. Avanzaba con paso dudoso a través de las dunas del desierto y me estremecía cada vez que los granos de arena de un marrón oscuro se colaban entre mis dedos. El Siroco me zarandeaba de derecha a izquierda a voluntad, con violencia y sin miramientos. Su fuerza superaba la de cualquier tormenta o tirano, hambriento y ansioso de destrucción. A mi alrededor, los granos de arena ya cedían al ímpetu del viento y volaban trazando tirabuzones en un cielo demasiado azul.
Me arrebujé en mi manto negro y me encogí, tratando de buscar refugio en unas dunas que se desvanecían, luchando con la arena para que me hiciera sitio en su infinita inmensidad. Anhelaba esconderme, integrarme y ser parte del único desierto que siempre había conocido.
Me agarraba a mi tierra porque temía que el Siroco me hiciera dar tantas vueltas que perdiera el norte. Me asustaba alejarme irremediablemente y para siempre de mi realidad, volando tan lejos y tan alto en el cielo. No soportaba perder todo lo que tomaba por cierto, todo lo que creía saber vencer y dominar. Me aterraba la idea de que me arrancara todos los recuerdos a la fuerza y me obligara a olvidar. Me horrorizaba la amnesia forzada que me imponía.
Y es cierto que el Siroco terminó por atraparme y empujarme lejos de todo lo que conocía. Andé perdida durante mucho tiempo entre ojos desconocidos, lenguas extrañas, valores y morales remotas para mí, miedos irracionalmente racionales e inseguridades insoportables. Pero lo que entonces no sabía es que el Siroco, con su fuerza descomunal, me había arrancado de la miseria. Lo que no sabía es que la arena de aquí era más limpia y blanquecina que la antigua, siempre marronosa y mancillada.
Recuerdo volver en mí y clavar mis ojos castaños en los tuyos, azules y claros como el día, mientras te tomaba de la mano:
—El Siroco es el portador de la dicha.