Sis A Im

SIS A IM

                            Sis a im

 

 

Antonio era de esas personas que no iban al médico salvo una urgencia o excepción. Creía que los machos se la tenían que bancar; ir al médico era cosa de maricas. Cuando se fracturó un par de falanges de los pies no se hizo revisar hasta que habían soldado naturalmente: deformes y adoloridos. Era un cabrón. Solo iba al médico cuando el dolor era insoportable y pasaba más de un mes.

– Los médicos son todos chantas – se la pasaba diciendo cuando tenía oportunidad. Esta vez lo hacía literalmente en un círculo formado por amigos en un día de pesca a la vera del río.

Eran cinco. Cinco amigos contando al rudo de Antonio. Hermosa tarde noche de pesca. Las risas, los cigarrillos y la cerveza no faltaron.

– Los médicos son todos chantas – continuó diciendo, Antonio – Vos vas y quieren hacerte estudios de todos lados, te cobran fortuna ¿Y para qué? Para terminar recetándote un par de pastillas boludas que conseguís en venta libre. Son unos garcas. Buscan la manera de sacarte lo más que pueden.

Sus amigos no contestaban, hacían gestos inconclusos, no querían contradecirlo pero interiormente se negaban a darle la razón.

–  ‘cúchame, ‘cúchame – siguió diciendo – Si hubiera ido cuando me rompí los dedos me habrían hecho placas, enyesado, seguro me daba muletas, todo; y sin embargo mírame, ‘toy die’ punto’.

Acto seguido se desató la bota de pesca, se sacó la media y dejó al descubierto su atrofiado pie. Era repulsivo. Dedos gordos, anchos, los huesos parecían hincarle en punta hacia ambos extremos. La deformidad sobresalía incluso por sobre los amarillentos juanetes y lo extrañamente velludo del dorso. Antonio se deleitaba con orgullo, era su obra maestra. Había cagado a la corporación médica, a los estafadores. Para sus amigos era una visión repugnante, sus dedos generaban mucha impresión. Apartaban la vista, cerraban los ojos y volvían a abrirlos pronto para evitar la imagen, pero era peor, se les estancaba en la mente y no se la podían quitar. Mientras trataban de hacer vista gorda, él, el aclamado “vivo”, se jactaba feliz e inflaba pecho al ver las caras de espanto que ponían sus compañeros.

Al fin el chueco andar y la excéntrica pisada de Antonio tomaba un verídico sentido. No era culpa de su robusto cuerpo ni la vejez (lo creían un viejo bien cuidado; aunque lo cierto es que no era ni el más grande ni el más joven del grupo) era culpa de su mal curado pie.

Antonio reía pretencioso y con soberbia mientras se colocaba nuevamente la media con dificultad, naturalmente le siguió la bota. Tomó los cordones, los enlazó, y una vez satisfecho por su demostración ferial de tipo rudo recogió de la hielera una cerveza de vidrio. Antes de poder sentarse miró hacia atrás y se echó a correr con desespero, fue repentino, sus amigos se sobresaltaron. Tensa estaba su tanza, Antonio la había visto justo, era momento de reclamar la pesca. Corría torpe y de manera pesada, tambaleando de un lado a otro pero tan rápido como se lo permitía el cuerpo. Verlo correr era algo hipnótico, sus deficiencias físicas le daban un extraño trote: era como ver saltar a un cangrejo. Casi llegando a las cañas se tropezó con una piedra importante, muy dura, de esas que quedan ocultas bajo tierra. Intentando recuperar su estabilidad para evitar la caída inclinó su cuerpo hacia la izquierda, pero no tenía buena sincronía, y en lugar de pisar firme se dobló el tobillo y cayó al suelo sobre la botella de vidrio haciéndola estallar en mil pedazos. Pocas danzaron por el aire, la mayoría se incrustó en la piel de Antonio, sobre todo en el antebrazo izquierdo, se le había hecho un grueso corte de la muñeca hasta el codo. Era profundo. La sangre emergía de a gorgojos y se le notaba la carne expuesta. No se avizoraba hueso, no había sido tan profundo y la sangre ocultaba con bastante recelo. Eso sí, le ardía muchísimo; pero en su afán de demostrar su papel de tipo rudo apretó los dientes e intentó disimular lo más que pudo todo el dolor devenido. No hipaba, aunque el silencio le jugaba en contra, era una evidencia de dolor. Sin ponerse de pie, inmóvil en el piso, sentado; sostenía firme el brazo lastimado e intentaba dispersar el dolor con su mirada y un potente apretón sobre los costados del antebrazo que se hacían más fuerte ante cada espasmo.

Al escuchar cómo se aproximaban sus amigos se desconcentró un momento y los observó llegar con rostros pálidos, le miraban preocupados. Pero no, no iba a flaquear ahora, no, él era un macho hecho y derecho, no iba a mariconear. Era solo un tajo…

– ¿Estás bien, Antonio? – preguntaban sus amigos

– Sí, sí, estoy bien. No se preocupen, estoy bien.

Les contestó con una risita nerviosa, se le notaba, quería disimular el dolor. Intentó ponerse de pie e ingenuamente se apoyó en el brazo izquierdo, le dolió como si le hubieran picado quince abejas juntas. Se lo aguantó. No iba a flaquear justo ahora, frente a sus amigos, no. Mucho menos luego de la hazaña recién contada ¿Cómo va a ir al médico el hombre que se curó solo las quebradizas falanges del pie?

Al ponerse de pie se le evidenció la herida. Caía sangre. Heridas siempre ha habido en los viajes de pesca, pero pocos con ese aspecto, estaban verdaderamente preocupados.

– Estas muy mal Antonio. Hay que ir a un hospital, mira como tenes el brazo, está todo abierto. Además te está temblando. Hay que ir al hospital pero ya, te lo tienen que ver.

–  Déjense de joder, che, yo estoy bien – decía con holgura – Un par de cortes nomás, ya está. Vamos a seguir con la fiesta.

Era verdad, el brazo le temblaba de arriba a abajo y de lado a lado. Evidentemente sentía un gran dolor, porque además de temblarle, tenía posición regia, horizontal, se movía pero sin salir de una determinada orbita.

Antonio siguió como si nada, quería demostrar su hombría, su resistencia. Para él no había herida capaz de detenerlo o imposible de aguantar. Improvisó un vendaje, tomó una cerveza y se sentó a seguir con la charla. El resultado fue incómodo para todos los presentes, pero no se animaban a insistirle sobre visitar un médico. Con el correr del tiempo se fue opacando el disgusto, y de la pesca y la caña perdida ya no se acordaba nadie. Ahora eran propiedad del lago.




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