Slasherverso

Capitulo 1

El ruido del tránsito se colaba por la ventana entreabierta del departamento. Afuera, Buenos Aires seguía su ritmo frenético, indiferente al pequeño derrumbe que se gestaba adentro.

Antonio Hidalgo metía algunas cosas en una bolsa de viaje: dos mudas de ropa, un cuaderno gastado, un frasco con monedas y un par de fotos que dudó en llevarse. El piso estaba cubierto de cajas a medio cerrar, platos sucios y ropa que ya no le pertenecía a nadie.

El alquiler vencía esa semana. El trabajo, perdido hacía meses. La ilusión, agotada hacía años.

Se sentó en el borde de la cama y respiró hondo. La ciudad que alguna vez le había prometido tanto ahora lo echaba sin mirarlo. Había sido modelo, asistente de eventos, acompañante en fiestas privadas. Un nombre entre tantos, una cara más en los catálogos. Pero todo eso se había evaporado.

Un bocinazo largo y molesto lo sacó del trance. Antonio se asomó: Lucas, su amigo de la adolescencia, lo esperaba apoyado en una camioneta vieja, fumando y agitando la mano como quien apura a un remolón. Era la señal. El viaje de regreso había comenzado.

Antonio agarró la mochila, apagó las luces y cerró la puerta sin mirar atrás. Bajó las escaleras despacio, escuchando cómo cada paso retumbaba en el hueco del edificio, como si la ciudad quisiera despedirse con eco.

Al salir, el aire frío le pegó en la cara. Lucas lo abrazó fuerte.

—No pensé que ibas a volver, che —dijo, medio en broma.

—Yo tampoco —respondió Antonio, con una sonrisa corta.

La camioneta arrancó y se perdió entre el tráfico. Desde el asiento del acompañante, Antonio miró cómo los edificios se achicaban, cómo el asfalto se volvía ruta, y la ruta, tierra. Buenos Aires desaparecía en el retrovisor, y con ella todo lo que fue… o fingió ser.

Sanargüe los recibió con su silencio de siempre. Las calles de tierra, los álamos torcidos por el viento, los perros durmiendo frente a los almacenes. Todo parecía detenido, como si el tiempo ahí se hubiera rendido.

Lucas manejaba con una mezcla de entusiasmo y nostalgia.

—Te vas a sorprender. Algunos lugares cambiaron. Otros… siguen igual de podridos —dijo, riéndose con una mueca.

Al llegar, Antonio se detuvo frente a la casa de su madre. La mujer salió al escuchar la camioneta, con las manos enharinadas y el delantal puesto.

—Pensé que no volvías más —le dijo, abrazándolo con fuerza.

Antonio sonrió apenas, incómodo. Esa noche, Lucas lo convenció de ir al bar del centro. Allí se reencontró con Caro, su ex; Ezequiel, el más callado del grupo; y Mara, una chica nueva en el pueblo, prima de Lucas. Entre copas y risas, intentaron revivir la familiaridad, aunque todos sabían que algo se había roto hacía tiempo.

Casi al final, surgió el tema del trabajo.

—Un contratista busca gente para revisar un terreno en Los Molles —dijo Lucas—. Pagan bien.

Antonio aceptó sin pensarlo. Tal vez lo ayudara a distraerse. O a sentirse útil.

Partieron al amanecer, bajo un cielo gris que tapaba las montañas. El camino era largo y cada vez más solitario. La radio sonaba bajito, interrumpida por el viento. Entre charla y mate, aparecieron las viejas historias del pueblo: la familia que se perdió en el campo, el chico que nunca volvió del río, los rumores de una casa maldita.

—Son cuentos —dijo Caro, intentando reírse.

Pero cuando la camioneta tomó un desvío y una silueta apareció a lo lejos, nadie más habló. Era una casa vieja, abandonada, con musgo en las paredes y ventanas rotas. El viento parecía salir de adentro. Antonio la miró fijo. Algo en ella le resultaba familiar. Como si ya hubiera estado ahí. O como si alguien lo esperara.

Un trueno estalló sobre los cerros. El cielo se cerró de golpe.

—Podemos refugiarnos ahí hasta que pase —dijo Ezequiel.

Antonio asintió, aunque un escalofrío le recorrió la espalda. La camioneta se detuvo frente a la casa. El motor se apagó. Y por un instante, el silencio fue total. Dentro del auto, Antonio sintió que algo —o alguien— los observaba.

Al doblar por un camino apenas visible, la camioneta se sacudió con las piedras. Ahí estaba. Entre los árboles secos, se alzaba la casa grande, de madera oscura, con ventanas rotas y un techo oxidado que se perdía entre los pastos altos. Parecía abandonada hacía años, pero seguía en pie, terca. Un gallinero vacío, un molino detenido y, a un costado, un pozo con tapa metálica.

Lucas silbó.

—Lindo lugar para morirse —dijo, riendo nervioso.

Nadie contestó. Entonces, la puerta principal se abrió despacio, con un chirrido que hizo eco en todo el valle. Salió un hombre alto, flaco, con sombrero de ala ancha. Piel curtida por el sol, ojos grises que los medían uno por uno.

—¿Ustedes son los de Lucas, no? —preguntó con voz ronca.

—Sí, señor —respondió Lucas—. Venimos por el trabajo.

El hombre asintió, sin sonreír.

—Soy Don Lencina. Esta casa era de mi hermano. Murió hace unos años… o eso dicen.

El viento sopló fuerte. Una chapa golpeó el galpón, sonando como un disparo lejano. Antonio se estremeció. Algo en esa casa lo inquietaba. Como si ya hubiera estado ahí. O como si alguien lo estuviera esperando.



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En el texto hay: terror, gore, terror gore

Editado: 25.10.2025

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