La ciudad subterránea de Orucso es la más grande construida por los Lutos, su capital. En otros mil lugares a través de la superficie lunar habían cavado profundo, pero jamás podrían internarse tanto como allí, pues era la cueva natural más grande conocida en todo Entelequia y, además, la habían ampliado artificialmente para mayor comodidad. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, la mayoría de los edificios no podían tener más de tres alturas hasta dar con el techo de la cueva. Cavar en altura hacía que hubiera que apuntalar la estructura para que no colapsara, lo que no era fácil de por sí y conllevaba muchos riesgos. Para colmo, no era nada barato ni cómodo hacer llegar hasta allí troncos de madera de semejante altura. Tal vez los tuvieran en Manigua o Vergel, pero conseguir trasladarlos sería un verdadero embrollo y una tortura de tratados comerciales. Establecer conversaciones con bestias no tendía a ser productivo y los Hesperides de Vergel ya les tenían demasiado atados. No debían depender más de ellos.
Las paredes de la cueva eran de un color amarillo intenso. O así se verían si le llegara la luz suficiente. La realidad era, por razones obvias, que no alcanzaba a verse más allá de un color ocre sucio.
El edificio más alto de la ciudad era una torre que alcanzaba seis plantas de altura, aprovechando una apertura natural bastante estrecha. Pertenecía a un enorme palacio de grandes bloques de piedra blanca de vetas negras cuya estructura principal tenía tres alturas y albergaba numerosas instalaciones, la mayoría de ellas académicas e institucionales. Entre ellas, por supuesto, la ilustre academia de medicina de la que tanto se enorgullecían los Lutos. Habían desarrollado sus conocimientos en tal ilustre área por encima de cualquier otra especie, pero no todos se dedicaban a ello, por supuesto. Serían una catástrofe como civilización.
El matrimonio Erbugul, por ejemplo, eran restauradores y marchantes de arte. Esa mañana recorrían el mercado antiguo rebuscando entre las decenas de puestos de segunda mano con el objetivo de encontrar alguna pieza única para añadirla a su colección. O para restaurarla y venderla después. La mayor parte no eran más que baratijas deshechas, pero entre los escombros de antiguas posesiones aún existían viejos tesoros. Al menos una de cada siete u ocho veces que iban a curiosear, no importaba si era en día de Labor o de Festejo, encontraban algo interesante. Era la ventaja de que tu trabajo fuera también tu pasión. Se podría decir que tenían buen ojo. Igual era para los artistas. Sabían distinguir enseguida a alguien con talento y, si lo consideraban oportuno, sin hacer distinción entre especie, lo que no era común para los recelosos Lutos, actuaban como mecenas. Sus negocios no iban para nada mal y eso se notaba nada más verlos aun si no llevaban ni de lejos sus mejores galas para bajar al mercado. Las botas marrones altas hasta las rodillas de la señora Erbugul eran del mejor cuero. Las combinaba con un pantalón tejido de azul marino, una camisa blanca holgada de seda ajustada sólo por debajo del pecho con un fino lazo anudado al costado y una capa de una tela gruesa y suave sujeta al cuello, hecha a medida hasta los tobillos y del mismo color que las botas. Incluso si no prestabas atención a la calidad de sus ropas, la piedra de color granate que colgaba de su cuello engarzada en una cadena de un distinguido metal bruñido y elegante diseño, la delataba. Su marido, sin embargo, destacaba sobre todo por su sombrero alto. Es obvio que un sombrero era un accesorio meramente estético en Orucso, pues la luz que llegaba de la entrada de la cueva era muy escasa y ocasional.
En Aterido ni alcanzaba para no morir de frío en las épocas de más calor de la superficie, mucho menos para necesitar ocultarse de la inexistente claridad. El Sol. Escasa era la necesidad de los Lutos hacia el astro rey, pero no absoluta. Había aprendido con increíble meticulosidad cómo depender de él lo menos posible, pero aun así era imposible renegar del todo. El exterior estaba casi permanentemente congelado, razón por la que los Lutos se ocultaban en cuevas donde la temperatura era más estable y regulable. Era más fácil generar y conservar el calor procedente del aceite y el fuego. En una luna cuya superficie era inhabitable para ellos, la serena y oscura profundidad se había convertido en su dominio.
El mercado se situaba no muy lejos de la entrada de la inmensa cueva lo que hacía que entrara el aire glaciar que intentaban cubrir con lonetas y mitigar colocando estufas en cada esquina. Cuanto más adentrado estaba en la cueva más rico era el distrito, mas no había motivo para pensar que el mercado fuera un lugar peligroso. La seguridad en la civilizada ciudad era bastante alta. Gente variopinta se arremolinaba sin cuidado en el mercado, aunque no era tan usual ver allí a Lutos de las clases sociales más altas y adineradas.
La señora Erbugul, sin mirar a donde iría su marido y tras recorrer numerosas calles del mercado sin ver nada que llamara su atención, se detuvo en un puesto de libros antiguos preguntándose si alguno de ellos sería del gusto de alguno de sus tres nietos. El menor de ellos aún no podía leer, pero no tardaría en empezar a aprender. Tal vez alguno que le mostrase cómo era su luna más allá de Aterido. Las inimaginables cantidades de agua al aire libre y sin congelar en Piélago, llenas de animales singulares y de criaturas con pieles de colores extraños que no dudaban en mostrar su forma Nadir. Desiertos abrasadores bajo el temible Sol con seres centelleantes, extensiones de herbáceas de colores brillantes, bosques de cristal, civilizaciones en las nubes y una ciudad con novedosa tecnología y repleta de maná. ¿Habría tal vez algún libro que hablara de la incomparable Heredia?