Habían pasado horas y el Sol aún no se alzaba. Edén estaba agotado. Nunca había querido estar allí, pero el tiempo ya parecía estar burlándose de él permaneciendo quieto en su lugar. Por lo menos, de alguna manera, se había deshecho de las bebidas que le ofrecía el alfa, de las miradas altivas y acusatorias de Dana, de los bailes de Aura y de la vigilancia férrea de Umbría. Un despiste. Era todo lo que necesitaba y lo había sabido aprovechar. Había demasiada gente allí como para que fuera imposible ocultarse. Se había deslizado con premura y sigilo por un corredor que acababa en las cocinas. Ya no quedaba comida por salir de allí. Toda se había colocado ya en mesas corridas contra las paredes del gran salón para dejar el centro como zona de baile. Edén apenas había comido tampoco. La mayoría de los platos que se preparaban en esa clase de fiestas se basaban en la caza. Por razones obvias, Edén no comía carne. ¿Cómo podía hacerlo teniendo semejante vínculo con los animales? No era que los considerara seres racionales, pero simplemente no podía. Conectaba con ellos. Por lo menos había algo de deliciosa fruta fresca.
En esos pasillos por los que Edén se escurría para huir sólo quedaban Arcas demasiado bañados en vino de uri o parejas tratándose de ocultar aún más a pesar de la oscuridad que reinaba en la aldea. Edén se preguntaba por qué no marchaban a sus casas, pero claro, él no sabía nada del amor. O de lo que fuera eso. Continuó andando hasta la cocina y enlazó con otro pasillo. ¿Cómo podía salir de la mansión sin llamar demasiado la atención? Si alguien le veía huir de forma sospechosa toda la aldea se enteraría. Todo el mundo sabía quién era y él no quería dar problemas a su familia. Finalmente llegó a un comedor en el que no había nadie. Parecía un comedor para el servicio. En el centro había una larga mesa de negra madera de zoncal, como casi toda la madera de la aldea por razones obvias, y por lo menos una docena de sillas alrededor. No era lujoso, pero sí robusto. A los laterales había algunas mesas auxiliares más pequeñas, vitrinas llenas de platos y un par de puertas que darían a más corredores. En la pared del fondo había dos ventanas grandes. Si daban a un lugar discreto de la calle podría escapar por allí. Se acercó para mirar a través. Soltó una maldición al ver que estaba en un primer piso y no a pie de calle. No había subido escaleras, pero la mansión Aurea estaba construida en una pendiente, por lo que un ala estaba en un piso distinto a la otra. Dio un golpe a la pared con el puño y se arrepintió al instante al sentir un intenso dolor. Se cogió el puño con la otra mano intentado calmar el dolor y retener su voz, pues no podía gritar o alertaría a alguien. Para colmo, la frustración le corroía. Si fuera un Arca normal y no contase con su debilidad, podría saltar por la ventana sin problemas y no hacerse ningún daño, pero claro, si él fuera un Arca normal seguramente no estaría tratando de huir de esa forma de una fiesta en la que no quería estar. Se hubiera limitado a irse a su casa por la puerta principal con confianza sin que nadie se fijara en él ni tratara de detenerle. Incluso aunque fuera el heredero, su debilidad había hecho que se sintiera un fraude. Era el único Arca de Entelequia incapaz de protegerse a sí mismo. De repente tuvo ganas de llorar. ¿Por qué él? ¿Qué mal había hecho él para recibir tal destino?
—Aquí estás —escuchó la voz de Aura al otro lado del comedor y al darse la vuelta, sorprendido, la vio junto a la puerta por donde él mismo había entrado hacía un momento.
—No puedo creerlo —susurró él poniendo los ojos en blanco.
—Edén, deja de comportarte como un niño —le riñó Umbría.
Etérea también estaba allí.
—Por supuesto. Tenías que ser tú la que me delatase —pronunció—. Ni siquiera sabía que estabas en la mansión. ¿No podéis simplemente dejarme en paz? —rogó exhausto.
—¿Tú te oyes, Edén? —le reprochó Umbría—. No puedes evadir tus responsabilidades. ¡Eres el próximo Soberano de los Arcas de Entelequia! ¿Sabes lo que supone eso? Eres nuestro señor. Serás monarca de todo Manigua. Te guste o no eres el único que puede asumir ese deber. El maná te ha elegido a ti. No puedes comportarte como si nada de esto te importara. Nuestro futuro estará en tus manos, Edén. No permitiré…
—¡Basta! ¡Basta! ¿¡Crees que no lo sé!? —bramó—. Te dedicas a recordármelo a cada segundo. ¡Estoy harto! ¡Estoy cansado!
—Edén, vamos a casa mejor, ¿sí? —medió Aura con una sonrisa. Ya no parecía condicionada por la bebida—. Si el alfa pregunta diremos que no me encuentro demasiado bien y debéis acompañarme.
—Ya estás consintiéndole. Así sólo será un soberano malcriado y cuándo deba enfrentarse a problemas de verdad qué sucederá. ¿Crees que la soberana tardará mucho en requerir su presencia en Heredia?
Edén se encogió ante aquella realidad. Había tratado incluso de evitar pensar en ello. No quería eso. De momento había podido evadir ese destino estudiando duramente en casa por su cuenta y demostrando sus progresos, pero no duraría.
De pronto escucharon un gruñido. Acto seguido la puerta más cercana a las ventanas se abrió de golpe dando un estruendo contra la pared. Pero nadie apareció. Todos quedaron petrificados mirando la negrura que se mostraba en el umbral, esperando en silencio. Etérea fue la primera que reaccionó, pero no fue lo suficientemente rápido. Se escucharon las campanas de la muralla y hubo gritos en la lejanía. Después todo se volvió un caos.
Fuera de la muralla se extendían los campos de cultivo. Árboles frutales, vegetales, zarzas de distintos frutos comestibles, grano, y pasto para los animales. Eso daba a Crisol una visión bastante amplia desde la torre de vigilancia antes de que el denso bosque acristalado pudiera ocultar a cualquier enemigo. Si fuera un lugar fácil de sitiar, sería necesario que los cultivos estuvieran en el interior, sin embargo, el bosque no ofrecía esa posibilidad. Además, los Arcas enfrentaban la guerra de forma distinta. Y hacía generaciones que había paz entre los Arcas y otras especies. Desde hacía mucho, los mayores enemigos de los Arcas eran otras manadas de Arcas. En ocasiones fueron guerras generadas por insurrectos que no estaban de acuerdo con el absolutismo de la soberana. En otras ocasiones, la misma soberna se vio incapaz de mediar entre dos bandos ambos con razones suficientes para enfrentarse. Incluso con un monarca único es difícil mantener la paz.