Soberanos De Entelequia

CAPÍTULO 4 - LAR ORBITAL

Meltemi había estudiado bien los mapas de la pequeña tienda de cartografía regentada por un . Nadie sabía qué hacía en Aterido un hombre vaporoso como él, que siempre flotaba por su singular tienda tarareando agradablemente, sin tratar de ocultar su procedencia. Era un anciano solitario, pero amable con los vecinos. La primera vez que Meltemi había entrado en su tienda había sido con intención de robar alguna buena pieza para revenderla. Tenía muchas rarezas allí, objetos que Meltemi ni siquiera sabía para qué servían. El Evanescedor la observó cuidadosamente mientras ella se paseaba por la tienda y no tardó en darse cuenta de lo atraída que se había visto por los mapas enmarcados, los objetos singulares llenos de números y los materiales de trabajo que jamás había imaginado. Tampoco fue ciego ante las intenciones de Meltemi, para ser sinceros, pero antes de juzgar severamente, comprendió que sus ojos brillantes implicaban algo más que a una adolescente ladrona. En un pacto silencioso, el cartógrafo enseñó a Meltemi las maravillas del mundo y ella, a cambio, no sólo no le robaba, sino que no permitió, durante toda su estancia en Aterido, que tuviera problemas con otros pilluelos o con quien fuera por no ser un Luto. Al fin y al cabo, ella tampoco ocultaba que no lo era.

Quiso instruir a Meltemi para leer mapas y descubrió que primero debería enseñarla a leer. Casi todos lo días, durante largo tiempo, ella se colaba en la tienda y el anciano sonreía al verla. Le prestaba libros, le enseñaba a calcular distancias y a viajar en la oscuridad. Le hablaba de lugares increíbles. Bosques de cristal, llanuras de colores dispares, ciudades en las nubes y Heredia… El lugar donde es posible cambiar tu sino. Donde tu habilidad, tu fortaleza y tu pasión prevalecen sobre tu nacimiento. El cartógrafo, sin embargo, nunca alentó a Meltemi a ir allí. Ninguno de los dos habló jamás al otro de su origen o experiencias propias más allá de lo intelectual, pero el Evanescedor, sin duda, huía de un lugar al que Meltemi le parecía encantador. «Nada es lo que parece, pequeña mizar. Es un lugar hermoso, pero también cruel. Sólo unos pocos llegan a la cima en Heredia», solía decir. Para la joven Meltemi esas palabras fueron un reto. Nunca le había dado miedo emprender una aventura y sabía que su lugar no podía estar en aquella cueva oscura en la que la habían abandonado siendo una niña. Desde entonces soñó con ello. Heredia sería su hogar y lo planeó todo cuidadosamente. El anciano cartógrafo siempre dio poca importancia a sus ensoñaciones y siguió instruyéndola tratando de que entendiera que lo importante no era el lugar, sino la paz que sólo se puede encontrar en uno mismo. No fue hasta que Meltemi pasó su edad de juventud y llegó a su baja adultez que fue a comunicarle al anciano que sólo le quedaban unos días para cumplir su objetivo y marchar de Aterido. Fue la primera vez que le gritó. Al principio la trató de infantil y siguió sin hacerle caso, pero al mostrarle todo su progreso y su minucioso plan, encolerizado, la tomó por los hombros y trató con convencerla con gran dureza para que se quedara. Insistió con vehemencia en que no podía ir a Heredia, que no era su destino, que debía quedarse con él allí. Meltemi, absolutamente confundida y dolida, huyó de la tienda para no volver jamás. El Evanescedor fue tras ella, pero la edad no perdona ni a quien flota en vez de caminar, y Meltemi nunca había sido fácil de atrapar. Corrió por las callejuelas que tan bien conocía hasta que sus pulmones ardieron por el aire frío entrando sin piedad en ellos. No podía comprender sus acciones, después de haber sido él quien había dado alas a su imaginación y sus sueños, y haberle enseñado todo lo necesario para llevarlos a cabo, le impedía cumplirlos. Respirando con dificultad, herida y frustrada, prometió no volver a huir.

Por todo ello, no dudó a la hora de pasar cinco días caminando soportando el frío implacable y la perpetua oscuridad de la tierra de los Lutos. De haber escogido marchar por el camino que realizaban las caravanas para llegar al Lar Orbital le habría costado al menos el doble o triple de tiempo. Lo tenía todo bien pensado y organizado. Había gastado en comida decente para los cinco días de trayecto, lo que le costó veinte mohs y medio y, a pesar de que regateó ferozmente, tuvo que entregarlas con gran pesar y reticencia. Las únicas botas que había tenido nunca, porque durante mucho tiempo ella sólo había calzado unas simples zapatillas de loneta, las había conseguido hacía ya tiempo de segunda mano en el mismo mercado en el que había robado el colgante a aquella entrañable anciana hacía unos pocos días. Eran de cuero negro y ya no estaban en perfectas condiciones, pero aún cumplían su función. Tal vez después de ese viaje debería cambiarlas pues no aguantarían mucho más. El abrigo, sin embargo, sí era nuevo. Con el inhóspito clima que había en la superficie de Aterido no podía arriesgarse a abrigarse con una prenda defectuosa, raída o vieja, por lo que había adquirido uno recientemente. Era lo suficientemente bueno como para resistir esos cinco días de agotador, solitario y helador viaje. Por lo tanto, por supuesto, lo había robado. Además de eso, se había hecho con un farol lleno de aceite para alumbrarse el camino y dos bastones de madera con la punta de metal, la cual había afilado muy concienzudamente.

A pesar de todos los preparativos, sabía que no le sería nada fácil llegar a su destino, pero el esfuerzo valdría la pena. Primero, tuvo que atravesar el cráter de Ehcon Atnit, nombrado así en honor del inconmensurable de los Lutos, su primer soberano, por ser el más profundo de toda la superficie de Aterido. Era inmenso y, por supuesto, las caravanas lo evitaban. Suponía una empinada bajada inicial arriesgándose a caer sobre las afiladas formaciones de roca en forma de espadas que había en el fondo del cráter. Para después, lógicamente, enfrentarse a una escarpada subida de piedra frágil, de fácil fractura en lascas, lo que, por un mero traspiés, la condenaría de nuevo a las espadas de roca. Meltemi no tenía miedo. Sólo la valentía y la confianza en sí misma eran lo que la habían mantenido con vida. Así que, se ayudó de los dos bastones que, aunque no se clavaban en la roca por muy afiladas que estuvieran las puntas, le servían para mantener el equilibrio. Descendió y ascendió tan rápida o lentamente como había planificado. Con paso seguro y firme, calculado, perfecto. Había estado demasiado tiempo estudiando ese viaje, no iba a fallar ahora. Entonces hizo una parada calculada y, a pesar del frío, durmió un poco.



#1977 en Fantasía
#382 en Magia

En el texto hay: fantasia, destino, magia

Editado: 13.02.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.