Desde que el maná le había bendecido con su don, Edén había tenido sueños muy extraños, pero el de esa primera noche en Heredia había sido más vívido que ningún otro. Empezaba a dar un poco de miedo lo real que parecía ese hombre que se le aparecía mientras dormía casi cada noche, sobre todo por la información cada vez más clara y al mismo tiempo más confusa que recibía de él. Sus palabras habían sido difusas al principio, casi sin poder escucharlas, pero ahora que eran nítidas como si estuviera despierto, y nada de lo que le decía tenía sentido para él. Sabía que había algo especial en ellos, porque había llegado al mismo tiempo que su poder y porque no era como los demás sueños y pesadillas que tenía. Como los que tenía últimamente sobre Umbría. No entendía qué significaba, pero esos sueños habían sido su refugio durante mucho tiempo. Eran su secreto. A menudo se sentía tan solo o abrumado por su singular realidad que huía de ella durmiendo. Sólo él, en sus raros sueños, podía comprenderle y mostrarle la verdad.
—¿Te encuentras bien, Edén?
Levantó la mirada para encontrarse con los ojos amarillos y preocupados de Crisol.
—Sí, sólo estaba un poco distraído —se apresuró a aplacar su ansiedad, aunque no fue efectivo.
Crisol detuvo el paso tan bruscamente que Edén casi choca con su enorme espalda y giró sobre sus talones para mirarle de frente.
—Si estás cansado podemos dar la vuelta y no hacerlo. Quizá dejarlo para mañana —le observó exhaustivamente—. Dormir en una cama nueva siempre es difícil y últimamente ya no estabas durmiendo bien por las pesadillas. ¿Has podido conciliar el sueño?
—He dormido. Mucho —aseguró con sinceridad—. Pero siento que no he descansado a penas.
—Volvamos entonces. No creo que sean amables en la Honorable Arena.
—No. Esto es lo que soy… lo que debería ser —rectificó—. Lo que todos esperan que sea.
—Me importa muy poco lo que ellos crear querer de ti —pronunció sorprendiendo a Edén, no acostumbrado a escucharle hablar de esa forma tan brusca—. Tú eres lo que necesitan, aun si todavía no lo saben.
—Ojalá fuera cierto, Crisol. Pero si fuera así yo no sería el heredero de Manigua. Lo serías tú —alegó con seguridad.
La idea era tan real para él que ni siquiera le dolía. Era sencillamente lo que opinaba de corazón. Crisol suspiró frente a él como desinflándose.
—Idiotas brutos como yo hay muchos, Edén —declaró—. Y sin embargo el maná te escogió a ti. Sé que hay una razón para esto, aunque aún no lo quieras entender. Yo lo veo, soy malo con las palabras, pero veo por qué tú eres el heredero. Los demás lo verán también. Tú lo verás.
Edén bajo la vista al suelo conmocionado y conmovido, y llevó la mano a su hombro para acariciar una de las colas de Boreal evitando mostrar su timidez. No sabía si era cierto o no lo que decía, pero era lo único a lo que podía aferrarse.
—La Honorable Arena inicia temprano sus actividades. No la hagamos esperar.
Habían cambiado su habitual kosode por una vestimenta algo distinta, más apropiada para entrenar. Una hakama como pantalón y una camisa de kimono atada a la cintura.
El camino a la Honorable Arena se sentía singularmente místico. Los árboles plantados allí parecían representar lo contrario al bosque que cubría el resto de la isla flotante, más similar a los de Manigua. Aquello era casi un jardín. Los árboles perfectamente colocados en fila creaban un camino en el centro que llevaba directamente al edificio. Tenían un tronco grueso, no excesivamente alto y blanco como el néctar de la hierba tidelga. Las hojas, pequeñas y de un intenso color carmesí, caían fácilmente alfombrando el suelo como si se tratara de un río de sangre. Al final del sendero, la Honorable Arena se mostraba como un edificio enorme y circular de robusta piedra ocre. Con muros altos y sin techo ni tejado. Sólo un recinto para albergar un campo de entrenamiento a merced de la intemperie. La ornamentación no era exagerada pues era un lugar de trabajo, sobrio, sencillo y mesurado, muy distinto al palacio. Un lugar tan bélico como ritualista. La disciplina yendo de la mano con la tradición.
Recorrían un largo pasillo circular que daba dos vueltas alrededor del edificio en una espiral ascendente antes de llegar a la zona de entrenamiento. Los gritos viscerales de fiereza se escuchaban antes de llegar al centro del edificio y hacían eco por los pasillos angostos. Al acercarse, los aullidos de guerra, firmes y sincronizados, comenzaron a unirse a más golpes y bullicio propio de varias docenas de Arcas luchando y compitiendo.
La Honorable Arena se abrió ante ellos y Crisol quedó petrificado en la entrada por un instante. Nunca había estado antes, pero como soldado siempre había soñado con conocer aquel lugar y poder entrenar allí. Tenía algo místico o incluso sagrado para él. Pisar aquel lugar era un honor. Para Edén significaba otra cosa. Era un monumento arquitectónico impactante y grandilocuente. Un monumento Arca a todo aquello que él no era.
La consiliaria Halo no estaba allí. El encargado de la Honorable Arena era el mentor. Juntos, mentor y consiliario, eran los pilares destinados a guiar al heredero hasta su destino de soberanía. El mentor Óbito era un hombre entrado en la ancianidad. Vestía un kosode ligero y oscuro, pero regiamente anudado y se apoyaba en un bastón rudimentario, nada elegante, con su mano izquierda. Sin embargo, no parecía para nada un anciano acabado, indefenso o entrañable. Su espalda estaba erguida y tan solo las heridas visibles contaban una historia de poder militar. Si sostenía el bastón con la mano izquierda era porque la derecha le faltaba, así como su ojo izquierdo que era cubierto por un parche y cuya cicatriz en el rostro mostraba lo violenta que había sido su perdida. Había sido el paladín del soberano Arca anterior, en plena guerra civil, y tras ello había entrenado a la mayoría de los Arcas pertenecientes tanto al ejército herediano como al de la luna Parterre, así como a todos los paladines Arcas de los soberanos actuales. Era una leyenda por la que Crisol sólo podía sentir profundo respeto y admiración. A Edén, por su lado, sólo se le ocurría una palabra para describir lo que le hacía padecer: intimidación.