Sobre el amor y otros accidentes

Donde los sueños se hacen realidad

1995

Los Angeles - California

Olivia

Había dos sonidos capaces de acelerarme el pulso:el despertador cada vez que sonaba y los golpes del casero en la puerta, cuando todavía no tenía su dinero.

Y ese lunes tuve la desgracia de escuchar los dos.

Aunque, para ser honesta, al despertador lo había apagado de un manotazo. Lo que me sacó de la cama fue el primer porrazo contra la puerta, seguido de un grito gutural que retumbó en los muros descascarados de nuestro departamento en Hollywood Boulevard.

Sabía que ocurriría, porque llevábamos una semana evitándolo, pero eso no lo volvía menos estresante. Sobre todo porque no tenía nada a mi favor: era una madre soltera, que apenas había completado el instituto, con un montón de deudas y solo cuarenta minutos para estar impecable en mi primer día de trabajo.

“Piensa en positivo”, me repetí. Una y otra vez, como un mantra barato de los que escuchabas en infomerciales nocturnos de televisión por cable.
“Es por Benji… Es por Benji…”

Lo decía mientras rodaba fuera de la cama y me vestía en puntillas, como si el maldito Héctor tuviera visión de rayos X. Y Quizás la tenía porque en cuanto puse un pie en el suelo para despertar a mi pequeño, comenzó a aporrear la puerta como si se le fuese la vida en ello.

—¡Collins! —Vociferó el ogro desde el pasillo, mientras yo intentaba ponerle los cordones a Benji, que parecía más interesado en que su calzado volarán como un cohete de la NASA que en que quedarán ajustadas a sus pies.

—Mira mami —. Levantó el tenis y fingió que era un avión pilotado en el cielo, ignorando la tormenta de cien kilos que estaba fuera a punto de derribarnos la puerta —. Es un cohete espacial.

—Es muy lindo, pero no quieres llegar tarde en tu segunda semana de escuela, ¿no?

Se encogió de hombros.

—Quiero ir contigo al trabajo. No me gusta la escuela y quiero quedarme con Peter.

—Te dije que ya no trabajo más con Peter y no puedes ir conmigo a este trabajo…Por favor —le pedí muy bajito —. Tengo que terminar de alistarte para el colegio —le arrebaté el tenis y se lo coloqué con rapidez, antes de comenzar a anudarlo —. Este es un nuevo trabajo y aquí nadie puede cuidarte.

—Me gustaba el otro —se quejó —me gustaba jugar a las cartas con Peter.

—Apuesto a que sí —sonreí al recordar a Peter y los otros ayudantes de cocina, disputándose a mi hijo para que fuese parte de su equipo en el póker —. Seguro conseguirás amigos nuevos con quienes jugar.

Había trabajado como camarera en una cafetería familiar desde que estaba embarazada de Benji y su padre me dejó. Y ese sitio, era como mi hogar.

Sus dueños eran unos ancianos adorables que veían a mi hijo como a uno de sus nietos.

Era muy feliz allí, ganaba más que suficiente para ambos, sin tener que pedirles a mis padres. Benji tenía muchos tíos y tías dispuestos a malcriarlo. Y sobre todo era como estar en casa.

—No les gustan las cartas —se rascó una costra que tenía desde hacía una semana en el codo y levantó los brazos para que le colocase la camiseta a rayas —, y no les gusto yo.

—Eso no es cierto —le revolví el cabello, preguntándome si no había causado un daño irreparable en mi hijo al hacerlo convivir con tantos adultos, durante cinco años.

Casi podía escuchar la voz de mamá diciendo; que una cafetería de veinticuatro horas no era lugar para un niño.

Y era cierto, aunque tenía un pequeño problema: no tenía dinero para una niñera y no abundaban las guarderías donde vivíamos.

Por lo que no tuve opción y en cuanto Benji fue capaz de contar, le enseñaron a jugar al póker y así pasaban cada minuto libre.

—Sí, lo es, ¿puedo llamar a Peter? —Insistió, una vez que le abotoné el jardinero que lo hacía ver lo más de mono.

Escuché al Héctor, aullar mi nombre y me estremecí, antes de esbozar una sonrisa tranquilizadora. Por suerte, Benji, no le dio importancia y no estaba segura de si eso debía preocuparme o no.

—Ya te dije que no puede seguirte cuidando —suspiré al ver su carita desilusionada —, pero te diré qué, le pediré a Mari que cuando vaya a buscarte al colegio, te lleve por un helado.

—¿De verdad? —El puchero en su rostro, desapareció, dándole lugar a una brillante sonrisa y conté mentalmente los pocos billetes que tenía en la cartera, esperando que me alcanzase para darle a mi amiga, lo suficiente para dos helados.

Contar las monedas, se había convertido en un hábito decadente.

Durante mucho tiempo imaginé que no tendría que buscar otro trabajo, al menos hasta que Benji, fuese lo suficiente independiente como para volver a estudiar.

Hasta que Telma, murió y su esposo la siguió solo un mes después.

Luego de eso, lo que tanto temíamos ocurrió: sus hijos vendieron y todos fuimos a parar a la calle.

Estaba desesperada, hasta que María, me consiguió trabajo en la agencia de limpieza en la que su madre era empleada.

—De verdad, así que, mientras más rápido te alistes, más rápido terminará el día y podrás ir por ese helado —asintió sonriendo y comencé a anudarle la agujeta que acababa de deshacer en un tirón distraído.

—Así no —se quejó llevándose la mano todavía regordeta al rostro —. Si las ató así, puedo correr más rápido —me explicó muy serio, haciendo ademanes con las manecitas y no pude evitar sonreír.

—Cuando nos subamos al coche de la tía María, te prometo que te los anudaré como desees.

Frunció los labios poco convencido y tomé su mochila.

—¿Y el desayuno? —Quiso saber.

—Es más divertido si lo comemos en el auto —lo ayudé a bajar de la cama de un salto y me siguió hasta la cocina, donde tomé una manzana y un yogur.

—¿No puedo tomar leche con chocolate?

El casero golpeó otra vez. Con más furia. Benji me miró con esos ojos azules brillantes que ya habían arruinado mi capacidad de decirle “no” a absolutamente nada.




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