CAPÍTULO 1
El sonido del teclado se desvaneció en un suspiro, pero la pantalla frente a mí seguía reflejando el mismo mensaje, una y otra vez, como si burlarse de mí fuera su única misión en el mundo: "Rechazada del equipo".
Me quedé allí, mirando esas palabras, con un nudo en el estómago y el pulso acelerado, pero no iba a dejar que esa notificación me tirara al suelo.
Era como si una parte de mí quisiera rendirse, pero otra, más fuerte, me empujaba a pelear. Y eso era lo que más me cabreaba: ¿Por qué yo, que había dado todo, había entrenado hasta el agotamiento, tenía que recibir la patada de un correo electrónico?
¿Cómo era posible que mi vida, mi futuro, se redujera a una maldita línea de texto?
Mi padre estaba en la cocina, haciendo su café matutino. Tan tranquilo, tan ajeno a todo.
—¿Vas a tomar algo? —preguntó mi padre sin siquiera mirarme.
Me quedé mirando la pantalla, las palabras casi se me clavaban en los ojos. No le respondí, porque no tenía ni idea de qué decirle.
¿Y si me preguntaba qué iba a hacer ahora? ¿Cómo le explicaría que todo lo que había soñado estaba cayendo a pedazos?
La puerta de la cocina se cerró de golpe, y el ruido me sacó de mis pensamientos.
Miré hacia arriba, y ahí estaba mi gemelo, Alexandre. Tan despreocupado, tan ajeno a la mierda que estaba pasando en mi vida. Su sonrisa eterna, esa que no se borraba ni con una bomba atómica, me sacó de quicio al instante. ¿Cómo podía estar tan feliz y tan relajado?
Que tú estes en la mierda, no quiere decir que otros lo van a estar.
Ya lo sé, cállate.
Se dejó caer en una silla con la misma despreocupación de siempre, y dejó su mochila sobre la mesa con un estruendoso golpe.
—¿Qué pasa? —preguntó, mirándome como si fuera otro día normal.
—Nada. —Le respondí, forzando una sonrisa irónica.
—¿Qué pasa, Alexa? —preguntó, mirando primero a mi padre y luego a mí.
Mi padre se encogió de hombros, un gesto que decía todo sin necesidad de palabras:
—Mujeres.
No podía decir nada. Y lo peor de todo era que ni siquiera sabía qué decir.
Me limité a levantar la mirada hacia él, buscando algún rastro de empatía, de comprensión en su rostro fresco, lleno de energía.
—Nada. —mentí.
Alexandre frunció el ceño al notar el cambio en mi expresión, pero, como siempre, no se detuvo mucho en eso.
Mi padre, que seguía en su propia burbuja, levantó la vista por fin, pero sus ojos no fueron hacia mí, sino hacia el sobre que descansaba sobre la mesa: el mismo sobre que contenía la carta de rechazo que acababa de romperme por dentro.
No dijo nada al principio, pero su silencio me aplastó más que cualquier palabra. Como si él también fuera consciente de que lo que estaba pasando era algo más que una simple decepción.
—Lo siento, hija. Sé lo mucho que significaba para ti. —dijo, finalmente, dejó su taza de café a un lado, como si el gesto fuera suficiente para transmitir su apoyo.
¿Lo sentía? ¿Lo comprendía? No lo sabía. Estaba claro que no tenía idea de lo que esto representaba para mí.
—Lo siento tanto, Alex —dijo Alexandre.
Se acomodó en la silla, con su acostumbrada ligereza, como si todo fuera un mal sueño del que ya me estaba despertando. Luego, mirando mi rostro tenso, soltó lo que para él era una obviedad, su forma de arreglar las cosas con una frase vacía:
—Vamos, no pasa nada, ¿no? Es solo un equipo. Seguro que hay otros, seguro que conseguirás algo aún mejor.
Me miró como si eso fuera la solución.. Como si fuera tan simple como levantarse y probar otra cosa.
Alexandre salió de la casa, probablemente rumbo al patio, ignorando por completo lo que había dicho. Claro, ¿cómo podría entender lo que yo estaba sintiendo?
Quería gritarle que no entendía, que no podía ver lo que yo veía. Quería gritarle que había trabajado toda mi vida por esto, que había puesto cada gramo de mi alma en ese sueño, y que ahora se estaba derrumbando con cada segundo que pasaba.
—Al menos te aceptaron en deporte, cariño.
—Deporte —repetí, ¿qué importa la carrera si no puedo hacer lo que amo?
Fue entonces cuando el mundo cambió. Un golpe, un estruendo tan brutal que me paralizó el alma. Un ruido seco que provenía de afuera, seguido por un grito ahogado. El sonido cortó el aire como un cuchillo, y mi corazón se detuvo en un latido.
Sin pensarlo, me levanté y corrí hacia la puerta trasera de la casa. Mi padre reaccionó al instante, levantándose al mismo tiempo que yo, con esa calma fría que siempre lo caracterizaba. Pero, por esta vez, algo en su mirada había cambiado. Sin palabras, ambos nos dirigimos al mismo lugar, al mismo sonido retumbante que seguía doliendo en el aire.
Cuando abrí la puerta, vi lo que no quería ver.
Alexandre estaba en el suelo, inmóvil. Su pierna doblada de una forma completamente antinatural, como si su cuerpo hubiera olvidado cómo encajar. Su rostro estaba retorcido por el dolor, pálido, casi irreconocible.
—¡Alexandre! —grité.
Él levantó la cabeza con dificultad, y sus ojos, esos ojos llenos de la misma despreocupación con la que había entrado a la cocina minutos antes, ahora estaban inundados de angustia.
—Creo... creo que me rompí algo —dijo, y su voz tembló, apenas un susurro de lo que debía estar sintiendo.
Mi padre llegó de inmediato, arrodillándose junto a él con rapidez, la expresión de su rostro transformándose a una mezcla de preocupación y frustración.
Su mirada se centró en la pierna de Alexandre, y, al ver el daño, su rostro se oscureció. Sin necesidad de decir nada, yo también lo supe. El impacto había sido brutal.
Era un accidente tonto, sin duda. Algo que Alexandre solía hacer todo el tiempo: saltar bancos de nieve, retarse a sí mismo con cada salto, como si la gravedad no tuviera poder sobre él. Pero esta vez, no calculó bien la distancia. Esta vez, su cuerpo no respondió como siempre lo había hecho.