CAPÍTULO 32
Nadie me preparó para esto de llevar una doble vida. Suena emocionante, pero la verdad es un caos constante. Y como si eso no fuera suficiente, me llegó el apocalipsis femenino: la menstruación.
Era día de entrenamiento de hockey, pero gracias a los dioses del universo (y a Elena), se canceló. Bendita sea. Sin embargo, el problema persistía: no tenía una toalla higiénica. ¿Por qué? Porque soy un desastre andante y jamás reviso si tengo en la mochila.
Me dirigí a la tienda más cercana, vestida como chico, claro. Genial plan, Alex. Nadie sospechará. Me detuve frente a la entrada, observando mi reflejo. Tenía una sudadera ancha y mis jeans más neutrales. Lucía como... bueno, como un chico que claramente no debería estar comprando lo que estaba a punto de comprar.
—Da igual, nadie que me conozca estará aquí. —Suspiré, ajustándome la sudadera, y entré con confianza fingida.
Caminé hasta el pasillo de las toallas higiénicas. Error número uno. Ahí estaban, decenas de opciones que me observaban como si supieran que estaba completamente perdida. ¿Por qué hay tantas? ¿Con alas, sin alas, ultradelgadas, nocturnas? Si fuera hombre de verdad, los entendería, ¿por qué demonios hay tantas toallas si solo utilizamos tres o cuatro marcas?
Finalmente, agarré la primera caja que encontré, examinando el precio. Error número dos.
—¿Alex? —dijo una voz detrás de mí.
Me congelé y dejé caer la caja como si fuera radioactiva. Me giré lentamente, con una sonrisa forzada que gritaba: ¡No estoy haciendo nada raro!
—¡Bea! ¿Qué haces aquí? —Intenté sonar casual, pero mi tono era más bien el de alguien atrapado robando un banco.
Bea arqueó una ceja y bajó la mirada hacia el suelo, donde estaba la caja delatora. La recogió, observándola con una mezcla de confusión y diversión.
—¿Estás comprando... toallas femeninas? —pregunta, intentando contener la risa.
Mi cerebro entró en pánico y solté lo peor que podía decir:
—No sabía que había toallas de hombre.
Error número tres. Bea soltó una carcajada tan fuerte que un par de personas en el pasillo voltearon a mirar. Mi cara ardía como un horno industrial.
—¿Toallas de hombre? —repitió, apenas pudiendo hablar de la risa—. ¡Alex, eres un caso perdido!
—¡Es para una amiga! —mentí descaradamente, aunque mi tono más bien parecía una súplica de que me tragara la tierra.
—Claro, claro, tu amiga. —Bea me guiñó un ojo mientras ponía la caja en mi mano—. Dile a tu amiga que hay marcas mejores.
Nota mental: Mudarse a otro país.
—Quiero decir...—Bea alza una ceja perfectamente arreglada
—Si, una amiga me dijo que se las llevará.
Tú y tus locuras.
Ahora no, perri.
Bea me miró, confundida, pero luego soltó una risita nerviosa mientras yo intentaba, con toda mi paciencia, no desmayarme del bochorno.
—¿En serio? Por lo general, a los hombres les da mucha pena comprar esto —dijo señalando las toallas en mi mano.
—Sí. —Me encogí de hombros como si fuera la cosa más normal del mundo—. Son bastante tontos. No es como si las mujeres pensáramos que ellos se lo van a poner.
Bea rió un poco más, y luego, con un tono meloso que me puso los pelos de punta, agregó:
—Sabes, Alexandre, me caes bien.
Reí falsamente, con una mueca tan incómoda que me dolieron las mejillas.
—Es bueno escucharlo.
—¿No te caigo bien? —preguntó, ladeando la cabeza y revoloteando los ojos en un intento de parecer linda.
Por dentro, mi cerebro chillaba: Ni al culo.
Sé una mujer, porfi.
¡No! Soy un macho ahora mismo, así que cállate y deja de joder.
—No me caes mal —respondí, con la mayor neutralidad que pude reunir.
Ella me miró como si acabara de decirle que gané la lotería y no iba a compartir. Luego, sin previo aviso, soltó:
—Escucha, necesito que me hagas un favor.
Ahí estaba. Lo sabía.
—¿Qué es? —pregunté, ya esperando lo peor.
Bea se acercó un paso, demasiado para mi gusto, y bajó la voz.
—Consígueme una cita con Aiden.
La caja de toallas casi se me resbaló de las manos. ¿Aiden? ¿De todos los hombres disponibles? ¿El iceberg humano?
—¿Acaso soy cupido? ¿Me ves alas? Tengo en mi mano toallas con alas, pero no soy voladora, querida.
Vale, eso fue demasiado femenino para mi "papel" de hombre. Mi cerebro se abofeteó a sí mismo.
—Por favor... —suplicó, juntando las manos como si estuviera rezándome.
La miré fijamente, sin pestañear. Mi paciencia estaba colgando de un hilo, y ese hilo era más delgado que una telaraña.
—Bea, escucha. No soy la secretaria de Aiden, ni su mensajero, ni su cupido. Además, ¿realmente crees que puedes soportar su personalidad de bloque de hielo?
Ella parpadeó, claramente no entendiendo el punto, y suspiré.
—Mira, si realmente quieres impresionarlo... No sé, aprende a jugar hockey o algo.
Bea sonrió, como si acabara de darle la solución a todos sus problemas.
—¡Buena idea! Gracias, Alex.
Oh, Dios. ¿Qué acabo de hacer?
Je, je. Si supiera quién está detrás de esta fachada, se moriría.
—Está bien —accedí, alzando las manos en rendición—, pero no prometo nada. Solo se lo diré.
—Solo te pido eso, gracias, Alexandre.
Sí, claro. Bea salió de la tienda, feliz como si acabara de ganar el premio a "Miss Simpatía." Pero entonces chocó contra alguien que entraba, lo que desató una retahíla de maldiciones y empujones.
Nop. Es la misma de siempre. No te compadezcas, Alex —me dije, viendo cómo desaparecía finalmente.
Mi mirada se desvió al reloj de la pared. ¡Otra vez tarde! Joder. Salí corriendo como si un enjambre de abejas me persiguiera. El entrenador iba a hacerme puré.
Justo antes de entrar al vestuario, recordé el pequeño asuntito pendiente. Me encerré en el baño y procedí a colocarme la toalla con la precisión de un cirujano.