CAPÍTULO 54
Alex
El olor a humedad y óxido impregna el aire, mezclado con el hedor de algo podrido que no podía identificar.
Intenté moverme, pero las cuerdas que ataban mis muñecas y tobillos cortaban mi piel al menor intento de liberarme. Estaba en una silla vieja, desvencijada, y podía sentir los bordes ásperos del metal oxidado contra mi espalda.
Mis ojos recorrieron el lugar: techos altos, paredes cubiertas de moho y telarañas en cada esquina. Había cajas apiladas al azar y pedazos de maquinaria rota esparcidos por el suelo. Todo tenía un aire de abandono y desesperación. Era el lugar perfecto para alguien como él.
Mason estaba de pie frente a mí, jugueteando con un cuchillo. La hoja brillaba bajo la escasa luz que se filtraba a través de una ventana rota. Su rostro... Me estremecí. No podía evitar notar cuánto se parecía a Aiden. La misma estructura marcada, los ojos oscuros que parecían leer tu alma. Pero donde los ojos de Aiden solían estar llenos de calidez, los de Mason eran dos pozos vacíos, llenos de un odio visceral que te hacía sentir diminuto.
—Oh, no llores, princesa —dijo con una sonrisa torcida, sus dientes amarillentos asomando como los de un depredador—. Aunque, pensándolo bien, es bastante divertido verte así. La gran Alex, reducida a esto.
Mis lágrimas corrían calientes por mis mejillas. No podía evitarlo. Su voz era un arma en sí misma, un recordatorio constante de mi vulnerabilidad. Intenté gritar, pero la cinta sobre mi boca amortiguó el sonido, convirtiéndolo en un gemido impotente.
Mason se acercó, inclinándose lo suficiente para que pudiera sentir su aliento en mi rostro.
—¿Sabes lo que más me molesta? —preguntó, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Que todo esto es culpa de Aiden.
Mis ojos se abrieron de par en par, y él rió al ver mi reacción.
—Ah, sí, querida. Tu precioso Aiden. Él arruinó todo.
Se alejó, caminando lentamente mientras giraba el cuchillo entre sus dedos.
—Yo tenía una vida antes, ¿sabes? Una buena vida. Pero ese mocoso... —hizo una pausa, chasqueando la lengua con desprecio—. Siempre se creyó mejor que todos. Llegaba a casa y me miraba como si fuera basura. Como si él, un niño estúpido, tuviera el derecho de juzgarme.
Sus palabras eran veneno puro, pero no podía apartar la vista.
—Y luego estaba Abigail. —Su tono cambió, volviéndose casi soñador—. Mi querida esposa. Siempre apoyando a ese maldito crío. Nunca a mí. ¿Sabes lo que es llegar a casa y ver a tu mujer mirarte como si fueras un monstruo?
Se detuvo de repente, sus ojos fijos en algún punto distante, como si estuviera reviviendo algo.
—Al principio pensé que era Aiden el problema. Él me sacaba de quicio con su actitud. Pero... —se giró hacia mí, con una sonrisa que me heló la sangre—. Entonces me di cuenta de que era Abigail. Ella me miraba como si yo fuera la peste. ¿Quién demonios se creía?
Se rió, un sonido seco y escalofriante que resonó en las paredes del almacén.
–Así que, un día, decidí ponerle fin. No físicamente, claro, eso habría sido demasiado fácil. No, no. Lo divertido fue verla romperse. Ver cómo la loca de Abigail empezó a gritar y perder la cabeza.
Mis lágrimas se intensificaron. No quería oír más, pero no tenía elección.
—¿Y sabes qué hizo mi hijo perfecto? —continuó, con un tono lleno de sarcasmo—. Me denunció. Mi propio hijo. El mocoso inservible que yo crié tuvo la audacia de entregarme.
Arrojó el cuchillo al aire y lo atrapó con una precisión inquietante.
—Me encerraron, claro. Me trataron como a un animal. Pero no por mucho tiempo. Soy más listo que ellos. Escapé, y aquí estoy.
Se acercó de nuevo, inclinándose hasta que nuestras caras estaban a centímetros de distancia.
—Y ahora tú estás aquí. Porque tú, querida Alex, eres la única manera de destruir a Aiden.
Su sonrisa se amplió, mostrando sus dientes como si disfrutara de mi miedo.
—Primero tú. Luego su madre. Y, al final, el propio Aiden. Será hermoso verlo romperse.
Quise gritar, luchar, hacer algo, pero mi cuerpo estaba paralizado por el miedo. Mason se levantó y comenzó a tararear una melodía mientras inspeccionaba una mesa cubierta de cuchillos, herramientas y cosas que prefería no identificar.
El sonido de sus pasos resonaba como un tambor funerario.
Mason volvió a acercarse lentamente, como un depredador acechando a su presa. Podía escuchar el crujido de sus botas contra el suelo mugriento del almacén, un sonido que hacía eco en mi cabeza. Mi respiración se volvió errática, y todo mi cuerpo temblaba mientras él se detenía frente a mí, inclinándose una vez más.
—¿Sabes? —comenzó, su tono bajo y cargado de algo oscuro—. Eres una chica hermosa. Es una lástima que hayas elegido estar con alguien como Aiden. Él no te merece.
Me estremecí al oír esas palabras, moviendo la cabeza en un intento desesperado de apartarme, pero no había adónde ir. Las cuerdas mordían mis muñecas cada vez que me movía, y la silla crujía bajo mi peso.
Mason levantó una mano, acariciando una de las lágrimas que caían por mi mejilla.
—No llores, querida —dijo en un susurro que hizo que mi piel se erizara—. No tienes que temerme... siempre y cuando hagas lo que te diga.
Intenté gritar, pero la cinta en mi boca ahogó cualquier sonido. Mi cuerpo entero se tensó cuando lo vi inclinarse aún más cerca. Su mano rozó mi cabello, moviéndolo a un lado con una delicadeza perturbadora.
—¿Sabes lo que odio de Aiden? —continuó, mientras sus dedos bajaban por mi cuello—. Siempre tuvo lo que yo no pude. El respeto de los demás, el cariño de su madre... y ahora, a ti.
Sacudí la cabeza violentamente, tratando de liberarme, pero él agarró mi barbilla con fuerza, obligándome a mirarlo. Su sonrisa torcida estaba llena de una satisfacción enferma.
—No te resistas, Alex. No tiene sentido. Nadie vendrá a salvarte.