Ese día hacía frío. Lo recuerdo porque me puse esa chaqueta de esquí tan hortera que me había comprado años atrás, cuando no entendía nada de moda, pero que al menos cumplía su función de abrigar.
Ahora que lo pienso, no sé si hacía frío realmente o si a mí me lo parecía por lo irreal que estaba siendo todo a mi alrededor.
Estaba en el hospital. Ahí fue donde empezó todo. En ese ambiente estéril, blanco y frío. Permanecía callado en el asiento de plástico de la sala de espera, al lado de mi padre, mis tíos y mi abuelo. Nadie hablaba. No había nada que decir, la lucha había terminado. Me gustaría poder decir que habían sido meses de lucha, pero fueron apenas unas semanas. Todavía hoy sigo castigándome por no haber valorado las cosas antes, cuando aún las tenía.
Llegó un punto en el que ya no podía aguantar ese silencio. Me estaba haciendo daño, era casi como una tortura. Mi cabeza no dejaba de maquinar posibles “¿y si…?”, pese a ser consciente de que eso era lo peor que podía hacer en mi situación. Así que me levanté y me fui sin decir nada. Tampoco nadie me preguntó, probablemente ni siquiera me miraron.
Caminé por el largo pasillo, esquivando a las personas que se cruzaban conmigo ocasionalmente, algunas vestidas con bata blanca, otras llevando atuendos de calle y caras largas. Abrí la puerta que llevaba a las escaleras y las subí, poco a poco. No tenía sentido tener prisa cuando el tiempo se había congelado.
Uno, dos, tres, cuatro pisos. No sabía cómo de alto era el edificio del hospital, simplemente seguí subiendo escaleras hasta que ya no quedaron más. Solo una puerta diferente a las demás, más pequeña, más cerrada. Puse mi mano en la manilla de la puerta e hice fuerza hacia abajo, encontrándome con que, sorprendentemente, estaba abierta.
No sé cómo podían dejar abierta la puerta a la terraza de un hospital, y más teniendo en cuenta lo que me encontré al salir al exterior.
Había una chica. Llevaba una bata de hospital y estaba descalza. Su cabello castaño ondeaba con el viento, y parecía no preocuparle el frío. Pero lo que me llamó la atención y me hizo empezar a correr hacia ella fue el hecho de que estaba de pie, subida en el borde del edificio, de espaldas a mí.
—¡No! —mi voz salió algo ronca debido a las horas que llevaba sin hablar—. ¡No lo hagas!
Cuando llegué a donde estaba ella la cogí de la cintura para bajarla de ahí. Ella ni siquiera pareció darse cuenta, no se giró, no hizo ningún movimiento brusco, solo se dejó bajar.
Sus pies tocaron el suelo, al lado de los míos, y en un gran suspiro expulsé todos los nervios que había sentido. No podía permitir que más personas se fueran. No ese día.
Pocos segundos más tarde, me miró por primera vez, y pude ver su cara de frente. Su piel era pálida, aunque lo estaba aún más por el frío. Sus labios eran pequeños y estaban de un color que empezaba a parecerse demasiado al morado. Tenía algunas pecas adornando su nariz, y sus ojos verdes me miraban con impasividad, como si no acabara de salvarle la vida.
—¿Por qué? —fue lo único que me salió preguntar.
—¿Por qué, qué? —preguntó de vuelta, con voz suave y calmada.
—¿Por qué ibas a saltar? —especifiqué.
Su mirada se desvió al borde en el que estaba de pie antes de que la bajara, luego al cielo, y luego volvió a centrarse en mí.
—No iba a saltar —contestó con una tranquilidad que me hizo comprender que lo que decía era cierto.
—Entonces, ¿qué hacías ahí? —insistí—. Y, ¿qué haces así vestida con el frío que hace?
—Es la bata que me han dado aquí, no llevo nada más —contestó—. Y me gusta mirar la ciudad.
—¿Desde el borde?
—¿Qué tiene de malo?
—Te puedes caer —aposté por lo obvio, aunque debí haber sabido que con ella lo que parecía obvio nunca lo era realmente.
—No voy a caerme —se limitó a contestar.
Llevó una mano a su brazo y frotó un poco, como si acabara de darse cuenta de que tenía frío. Entonces simplemente se dio la vuelta y empezó a caminar hacia la puerta de la terraza. Pero, antes de abrirla, se giró hacia mí.
—Siento lo de tu abuela —dijo.
Ahí fue donde debería haber empezado a alarmarme.