Si hay algo más deprimente que el invierno, es el verano en Wolverhampton.
En el Reino Unido, el verano no es verano. Casi que habría preferido haberme quedado en Melbourne con la familia de mi padre, pese a que es invierno, pero se hace mucho más soportable que esto. Semanas enteras con el cielo tapado, sin poder ver el sol ni las estrellas… Eso quita toda la energía de mi sistema.
Tener a mis padres viviendo cada uno en una punta del mundo no es algo fácil. Diría que ya me he acostumbrado porque ha sido así por años, pero lo más probable es que nunca me llegue a acostumbrar. Los larguísimos viajes en avión, las Navidades de un año bajo el sol abrasador del verano australiano y las del siguiente en el frío invierno británico… Era todo un poco una locura.
Lo más importante que aprendí de mis padres es que el amor no lo puede todo.
Da igual lo que digan los libros, los anuncios, las películas; a veces el amor no es suficiente. Hay muchos factores más que determinan si algo va a funcionar. Mis padres se querían, pero no funcionó. Uno de ellos estaba muy lejos de su casa, tenían que cuidar de un niño y aprender a ser responsables siendo muy jóvenes, y muchas otras cosas más que hicieron que se derrumbara.
Nunca los culpé por ello, ¿cómo iba a hacerlo? No creo que haya nada peor que seguir viviendo en algo que no funciona pensando que es lo mejor para tus hijos, cuando en realidad les haces un flaco favor. Nadie crece feliz si lo crían personas infelices. Todo el mundo debería aprender eso.
Aquél día de dudoso verano en Wolverhampton, me preparaba para ir a clase. Quedaba solo un mes para empezar las vacaciones, y ya tenía ganas. Había sido un año complicado, teniendo que estar dos semanas sin ir a clase hacía apenas un mes para ir a ver a mi abuela a Australia y pasar con ella sus últimos días. Mi estado de ánimo no había sido el mejor desde entonces.
—Elijah —me llamó mi madre—. El desayuno está listo.
Cabe recalcar que mi madre nunca había sido de esas madres de las películas que te preparan tortitas, bacon, huevos fritos y un zumo de naranja recién exprimido cada mañana, pero llevaba desde que volví de Australia preparándome los cereales del desayuno. Supongo que era su manera de demostrar que se preocupaba por mí, y eso estaba bien.
Terminé de atarme los cordones de los zapatos, cogí mi mochila y bajé las escaleras. Una vez en la cocina saludé a mi madre y procedí a comerme los cereales. Hacía ya días que sentía que solo hacía lo mismo: el mismo ritual cada mañana, ir a clase, volver a casa, escuchar música, hacer los deberes y dormir. Y eso empezaba a ser muy aburrido. Sí, tenía amigos con los que salir, pero por algún motivo cada día me daba más pereza.
Lo único diferente que ese día tenía al anterior era que mi madre había comprado otra marca de cereales que se definían en la caja como “aros de miel”, pero mucho sabor a miel no tenían.
En realidad eso no era, en absoluto, lo único diferente que iba a tener ese día, pero a las siete y media de la mañana yo aún no tenía ni idea de lo que estaba por venir.
—Ten un buen día, cariño —dijo mi madre antes de salir de casa precipitadamente, dirigiéndose a trabajar.
—Tú también —contesté aún cuando ya había cerrado la puerta y no podía oírme.
Al terminar, lavé mi bol y la cuchara, y fui al pequeño cuarto de baño que teníamos en la planta inferior. Puse algo de la poca pasta que quedaba en mi cepillo y, tras pasarlo por agua —sí, sé que mucha gente prefiere hacerlo al revés, pero no iba a cambiar mi forma de cepillarme los dientes a los dieciocho años, ya era tarde para eso— me lo metí en la boca. Me cepillé los dientes distraídamente, fijando mi mirada en mi propio reflejo en el espejo.
Tenía cara de cadáver.
A pesar de que dormía incluso más horas de las recomendadas, mis ojeras siempre estaban ahí. Desde siempre. Pero además mi rostro estaba algo más pálido, probablemente porque apenas salía de casa y no me daba el sol, o quizás tuviera algo que ver con el hecho de que llevaba unos días con dolores de cabeza. Me di cuenta, también, de que ni me había molestado en peinarme después de la ducha. Tampoco iba a hacerlo en ese momento. Se supone que el pelo desordenado es sexy, así que me respaldé en esa idea.
Salí de casa cerrando la puerta con llave. Pese a que cuando me había despertado se podía ver el azul del cielo desde mi ventana, ya no era así; las nubes ya lo cubrían todo.
Caminé por mi calle, que daba a una más concurrida en la que estaba mi parada de bus, y casi gruñí en voz alta cuando vi mi autobús pasar por esa calle, desde lejos. No había manera humana en la que pudiera correr lo suficientemente rápido para cogerlo, así que lo dejé correr. Miré la hora en mi móvil y vi que eran las siete y cuarenta y cuatro minutos. El maldito bus había pasado dos minutos antes de lo que tocaba, siempre hacía lo mismo.