Lo había entendido, en verdad había entendido por qué esto no era más de lo que apeteceríamos. Tú estabas en frente y yo estaba allí, justo donde abandonamos lo que una promesa o un accidente olvidó: restos de miles de años de evolución. Si bien mi estrella se apagaba y la tuya ya no centellaba, persistíamos en un instante que podría haber durado lo que queramos, y no queríamos, ¿verdad? Porque llevaba aguardando más tiempo de los números que sabía y podía contar, porque te arrepentiste cuando me retrasé por una vida, porque era muy probable que te hubiese soñado y nada realmente hubiese acaecido.
¿Creías que no recordaría tu forma? Sí, aún no te conocía, sin embargo, tu molde era lo único nítido que realmente había en mí de ti, era el cómo podría hallarte; un hombre, una mujer, ¿importaba? Solo estaba consciente de que si te veía, aunque sea un par de segundos, te distinguiría; y, sin dudas ni pudor, correría y abrazaría tus huesos, mordisquearía tus miedos, te tomaría y el infinito colapsaría sin un futuro. No obstante, en nuestros planes no coexistiría ni cabía un juntos, solo dos individuos que concordarían en un mismo espacio y a la hora del café; algo como dos eternos extraños extraviados con el propósito de reconocerse una vez cada que las causalidades los topasen, cada que las estaciones reiniciasen, cada que sus labios se besasen, cada que se imaginasen con otros amantes.