Siempre que estoy jodido es porque hay una tía de por medio, y, tonto de mí, intento arreglarlo con otra tía. Mi madre murió cuando tenía quince años y me fui a vivir con mi tía que se vació mis ahorros para la universidad en un viaje con su novio solo de ida. Le pedí un préstamo al banco, que casualmente me lo dio una tía, pero no pude pagarlo a tiempo y una tía vino a embargar la casa que no podía permitirme. Acabé viviendo en un albergue social dirigido por una mujer, al menos hasta que me salió un trabajo reformando el casoplón de una pija del centro. Las pijas suelen ser madres pijas que tienen hijas pijas (obviaremos que Hijas Pijas sería un nombre de puta madre para un grupo de punk) y las hijas pijas a mí me ponen…, no voy a decir como me ponen, pero en resumen, jodido. Mi abogada pactó con la jueza y todo acabó relativamente bien, porque no había ido más allá de unos tocamientos y, por suerte, la ley estaba de mi parte. Nueve meses dentro de la cárcel, efectivamente, como si fuera un feto dentro de una tía. Una entrevista en un local de comida rápida y a trabajar a los treinta años bajo las órdenes de otra tía que, tras verme comerme unos fingers de pollo, me tira. Sinceramente, no sé como la gente puede contenerse trabajando allí, con todo ese sonido de freiduría resonando en la claustrofóbica cocina, si se le pude llamar así.
Jodido, jodido, jodido, jodido, jodido, jodido, jodido, legalmente no jodiendo, jodido y jodido encontré a la última tía, la que me jodería, pero bien. No era la primera vez que la veía, llamaba mucho la atención, pero siempre tenía compañía y nunca había podido acercarme sin que sus acompañantes saltasen sobre mí. Pero es que… menuda mujer. Solía verla en clubs, las pocas veces que podía permitirme entrar en uno, y las luces del local resaltaban sus apetitosas curvas.
Por suerte, una noche, me encontré con un viejo amigo, uno de esos que no has visto en tu puta vida pero que os encontráis en el escenario más inesperado y terminas liándola más que un murciélago en un mercado chino. También es la clase de amigo al que le ha ido bien en la vida, seguramente, porque los fajos de papá tenían algo que ver. No recuerdo ni que hacía yo en un club si había tenido que volver al albergue en el que otra vagabunda me daba patadas evitando que pudiera dormir. Quizás había ido justo por eso.
El caso es que, mientras mi viejo amigo y yo nos poníamos más ciegos que Stevie Wonder, vi como la chica se paseaba por el club de la mano de un chico joven que no tenía pinta de ser un ejemplo a seguir. Sin embargo, ella paseaba, ausente, dejándose guiar por el brazo del chico que la apretaba con ansias y la llevaba decididamente al baño. Mientras, anécdota tras anécdota, la energía de mi viejo amigo se fue deshinchando, mi mirada seguía el trayecto de la extraña pareja con atención incondicional. Mi mirada se quedó clavada en la puerta del baño cuando se cerró como un dardo olvidado.
Miré a mi viejo amigo. Estaba llorando por no se que tiempo perdido con sus hijos y como, en ese mismo instante, podía estar dándole lo suyo a un par de tías en una isla de las Maldivas. Esa imagen se materializó en mi mente, la de, por una vez, ser yo el que jodía a una tía y, como si un ímpetu se hubiera apoderado de mí, me levanté y fui directo al baño donde había visto aquella chica.
Los baños de cualquier local son como el subconsciente de este, puedes conocer en el primer momento la ambición del dueño con una rápida ojeada. El hecho de que la pila de mármol estuviese rota me decía que el de aquel local no tenía mucha. Justo cuando la puerta se cerró tras de mí, se abrió la de la cabina del váter, asomando por él el tipo que había entrado asiendo a su chica como una pata de jamón. En su rostro se percibía los resquicios de un placer reciente, la calma posterior a la tormenta. Tardó un poco en fijar la mirada en mí y un poco más en, supongo, distinguir del espacio borroso que era la realidad a través de sus ojos, porque tardó medio minuto en dirigirme la palabra después de estar un rato plantado tambaleándose sobre su propio eje.
Tuve que ponerme de puntillas para mirar por encima de la burda imitación de un vocalista de rock californiano. La tal Azúcar Moreno estaba sentada, con la cabeza apoyada en las rodillas y la mirada perdida. No tenía ninguna emoción. Fuera lo que fuera lo que le hubiese hecho aquel tipo, no esperaba que tuviese esa consecuencia en su cara. El susodicho se quedó un rato mirando a la nada e intentando mantener el equilibrio, de hecho, hasta que no le di un leve empujón, no pude acercarme a la chica. Recalco lo de leve, porque el tipo salió disparado del baño como si dentro se recreara la típica pelea de los bares en las películas del oeste.
Con la expresión de curiosidad de un arqueólogo que se adentra en un templo milenario, me senté en la taza del váter que Azúcar Moreno usaba como respaldo. No era muy difícil saber de donde le venía el apodo, el tono de su piel hervía todas las células de mi cuerpo, haciéndome anhelarla. El brillo de su piel parecía casi una capa de plástico que la envolvía y se pegaba a ella. Y, la mirada perdida, la ausencia de emoción, solo me incitaba a acercarme más aquella mujer.
Con cuidado, posé la mano sobre su abultivo pelo y lo acaricié suavemente. Ella no tardó ni un segundo en reaccionar, aunque mantuvo su expresión. Se dio la vuelta con un movimiento casi coreografiado y se puso de rodillas mientras me miraba fijamente con los absorbentes agujeros negros que formaban sus iris. Allí dentro podía ver las mayores pasiones prohibidas del hombre desde el origen de los tiempos, podía verme a mí mismo deseando todas y cada una de ellas.